El mundo que se viene

Por Axel Olivares
Ante un mundo que se rearma y se fragmenta, Estados Unidos abraza un realismo descarnado que revitaliza viejas doctrinas y margina al multilateralismo. El resultado es un 2026 donde la fuerza vuelve a dictar las reglas del sistema.

Desfile de armas nucleares en China, resurgimiento del servicio militar en Europa, pruebas de misiles nucleares e hipersónicos en Rusia, y hasta F-16 volando por los cielos de Argentina. El mundo se prepara ante la posibilidad de una escalada militar a nivel global. Las guerras actuales parecen no cesar, mientras que algunos otros conflictos se pueden ver a la vuelta de la esquina. Y por si esta tendencia parecía difusa y aislada, el Gobierno de Estados Unidos publicó un informe con el potencial de consolidar un nuevo orden mundial para 2026.
La nueva “National Security Strategy” de la administración Trump marca un punto de inflexión en la autopercepción de Estados Unidos y en su relación con el sistema internacional. El documento se presenta como una enmienda de políticas que, según la Casa Blanca, extraviaron el propósito estratégico del país luego del colapso de la Unión Soviética.
Desde las primeras páginas denuncia que las élites de la posguerra fría “se convencieron de que la dominación estadounidense permanente del mundo entero era lo mejor para nuestro país”, sin tener en cuenta que “los asuntos de otros países sólo nos conciernen si sus actividades amenazan directamente nuestros intereses”. Esa ambición, afirma, minó la base industrial y el espíritu nacional, generó “listas de deseos” en lugar de prioridades y dejó atada la política exterior a instituciones “impulsadas por un antiamericanismo manifiesto” y a un “transnacionalismo que busca explícitamente disolver la soberanía de los estados individuales”.
Frente a ese diagnóstico, la administración define sus intereses nacionales con notable contundencia. El gobierno quiere controlar totalmente las fronteras, reconstruir la infraestructura estratégica, asegurar “el ejército más poderoso, letal y tecnológicamente avanzado del mundo” y garantizar “la economía más fuerte, más dinámica, más innovadora del mundo”. El énfasis es inequívoco: la política exterior debe proteger la prosperidad interna y la autonomía nacional, no proyectos ideológicos globales.
Un eje central del texto es la reacción contra los organismos transnacionales. Bajo el principio de “Primacía de las naciones”, el texto declara que “la unidad política fundamental del mundo es y seguirá siendo el Estado-nación” y que Estados Unidos se opondrá a “las incursiones socavadoras de la soberanía de las organizaciones transnacionales más intrusivas”. Si Trump no fue muy solemne durante su discurso en la ONU acerca del organismo, este documento marca una ruptura explícita con la lógica multilateralista de las décadas previas: Washington exige que las instituciones internacionales sean reformadas para “ayudar en lugar de obstaculizar la soberanía individual”.

Como ejemplo de un sistema de esferas y no de organismos horizontales, el documento rescata del olvido a la Doctrina Monroe, solo que en su versión 2.0. El informe, por medio del “Corolario Trump”, anuncia que Estados Unidos “reafirmará y hará cumplir la Doctrina Monroe para negar a los competidores no hemisféricos la capacidad de posicionar fuerzas o controlar activos estratégicamente vitales en nuestro hemisferio”.
Lejos de la prudencia diplomática tradicional, el documento plasma un sello del Tío Sam sobre América Latina como advertencia para las potencias extranjeras, pero también hace énfasis en una presunta legitimidad sobre la región con el fin de confiscar ciertas ventajas comerciales a países extracontinentales. Esto incluye “desde el control de instalaciones militares, puertos —incluido el Canal de Panamá— e infraestructura clave hasta la compra de activos estratégicos en sentido amplio”.
La sección dedicada a Europa es aún menos amigable. El informe acusa a la Unión Europea y otros organismos transnacionales de fomentar “actividades que socavan la libertad política y la soberanía”, de impulsar políticas migratorias que transforman el continente y de permitir una “pérdida de identidades nacionales y de confianza en sí mismos”. Va más lejos: advierte que, de continuar la trayectoria actual, “el continente será irreconocible en 20 años o menos”. La estrategia no cae en ambigüedades: apoyar a partidos europeos “patrióticos”, criticar el enfoque regulatorio de Bruselas y presionar para que Europa “recupere la confianza en su civilización”.
Este tono, inusualmente ideológico para un documento estratégico, revela una visión de la arquitectura global profundamente revisionista. La administración Trump asume que la competencia global ya no se dirime en instituciones supranacionales, sino en la capacidad de los Estados para reorganizar sus economías, controlar sus fronteras y resistir presiones externas. Su estrategia opera bajo una premisa contundente: un mundo de naciones fuertes, autosuficientes y libres de injerencias transnacionales es un mundo más favorable a Estados Unidos, y por ende, para el mundo en sí.
No hay demasiadas sorpresas en torno a las aspiraciones que ya se conocen del presidente Trump. Pero su voluntad no es solo un documento que se presentará en el escritorio de la ONU, sino un adelanto sin eufemismos del camino que Estados Unidos tomará, al menos mientras Trump se encuentre al mando. Pero al igual que una hilera de fichas de dominó, una empuja a la otra hasta que todas caen en la misma posición. Ante la aversión de Trump por las mesas redondas, muchos países que confiaban en el respaldo del multilateralismo para la seguridad de sus países, ahora deben encontrar su propio camino unilateral.
Europa, la más vapuleada por el trumpismo, junta todas las herramientas a su alcance para hacerle frente a la amenaza rusa que resiste todos los contraataques, tanto militares como económicos. Si bien sigue siendo un asunto pendiente para la Casa Blanca, los drones rusos ya vuelan por los cielos de Europa y el presidente Vladimir Putin asegura estar listo para una guerra contra el continente.
Asimismo, las propuestas de paz no solo son desfavorables para los intereses de Ucrania sino que además, dejan intencionalmente de lado a Europa, la cual busca garantías de seguridad frente a las maquinaciones del Kremlin. Aunque Trump, en su afán por ser el líder pacifista del siglo XXI, no ignora el problema, cada propuesta termina siendo como la roca de Sísifo, al llegar a la cima de la colina, vuelve a caer.
La inmigración como símbolo de un orden en crisis
El fortalecimiento de un plan interno por parte de cada país no solo es impulsado por la tendencia marcada por la principal potencia occidental, los problemas locales se hacen notar y comienzan a contrastar fuertemente con la filosofía de los organismos de integración regional. Si en 2015, la canciller Angela Merkel le abría las puertas de Alemania a los inmigrantes y a los refugiados, hoy, el extranjero como amenaza es el tema fundamental de los partidos populistas de Alemania y del resto de Europa.
Cien mil personas en las calles de Londres pidiendo mayores restricciones ante la inmigración ilegal es una exigencia que, a pesar de quién haya sido el promotor, requiere respuestas institucionales ¿Pero a qué y con base en qué?
La inmigración, si se la toma como masa amorfa y estándar, puede ser un peligro para la seguridad y la economía de una nación. Pero el temor que acecha a Europa y al continente americano en torno a esa presunta amenaza radica en … mejor citemos al documento: “Este declive económico se ve eclipsado por la perspectiva real y más cruda de la destrucción de la civilización”. Al decir “civilización”, muchos analistas han señalado que hace referencia a la “teoría del reemplazo”, una idea que toma fuerza a medida que aumentan los reclamos por mayor control migratorio.
En efecto, el documento exige terminar con la era de la migración masiva y reforzar las fronteras para “preservar” la cultura de cada nación. Para eso, la operación trumpista apoyará a los líderes, gobiernos, partidos y movimientos que estén “alineados con nuestros principios y estrategia”, particularmente en el viejo continente, en donde “Estados Unidos alienta a sus aliados políticos en Europa a promover este renacimiento del espíritu, y la creciente influencia de los partidos patrióticos europeos ciertamente da motivos para un gran optimismo”.

La interpretación de patriotismo para Donald Trump encaja [casualmente] a la perfección con la noción de Nigel Farage, Viktor Orban, Santiago Abascal, Antonio Kast, Alice Weidel o Javier Milei: un mundo que se aleja de la globalización para replegarse en los valores que [supuestamente] hicieron crecer a sus naciones. Y si se trata de política exterior, todos estos líderes se inclinan a ser parte de redes de intereses estratégicas por fuera de cualquier consenso más global.
Como consecuencia, a quienes se les viene un 2026 desafiante son a los organismos multinacionales, cuyas regulaciones y pretensiones de una gobernanza multilateral resultan cada vez menos atractivas para los países que quieren seguir su propio camino. ¿Peligra la Unión Europea? Al igual que en una trampa egipcia al estilo Indiana Jones, Estados Unidos y Rusia son dos paredes con pinchos que quieren aplastar a la organización. Pero al mismo tiempo aspiran a aplastar muchas más que no sigan estrictamente sus intereses.
Si no puedes contra ellos, ¿úneteles?
Ahora, podríamos hacernos un sinfín de preguntas acerca del camino que la escena internacional tomó en los últimos 5 años y que parece progresivamente marcar un cambio de época. Y, como siempre, una interpretación retrospectiva de la historia nos lanza algunas pistas. Mientras que las naciones reconstruían una gobernanza global posguerra fría, a las instituciones se les pasaba por alto que la aspiraciones de instalar un orden mundial por encima del derecho internacional no eran solo historias del pasado.
Mientras que China adoptaba un perfil hiperpragmático para infiltrarse en el corazón del comercio internacional, la nueva Federación Rusia se preparaba para expandir su influencia y contrarrestar la presencia estadounidense en Occidente. Pero sus pretensiones no llegaban hasta ahí: ambas potencias anhelan alcanzar una supremacía por encima de los cánones institucionales a los cuales el planeta cedió para evitar una tercera guerra mundial.
Para cuando el mundo se dio cuenta de los planes de estos dos gigantes ya era muy tarde. Si bien se los intentó neutralizar, las potencias occidentales se dieron cuenta de las limitaciones de sus herramientas institucionales. Fue como planear una complicada jugada de ajedrez contra alguien que lanzará el tablero por el aire si ve que está perdiendo.
Al ser conscientes de su incapacidad para enfrentar problemas fuera de su entendimiento diplomático, surgieron los llamados “hombres de acción” que al combatir el adversario se terminaron pareciendo a él. Al final, Trump junto a todo su séquito internacional proyecta una solución muy simple para este caos. El mundo, al ser un espacio de anarquía total, empuja a garantizar protección por medio de esferas de influencia que mantengan alejadas a las amenazas extranjeras.

Revitalizando un estilo de política exterior propio de los años previos a la primera guerra mundial, la perspectiva latente de las relaciones internacionales es un resurgimiento del más puro realismo que por momentos roza con la ética maquiavélica.
¿Un primer experimento? El inminente enfrentamiento entre Estados Unidos y Venezuela. El avance de las tropas estadounidenses ha planteado una pregunta: el país sudamericano necesita acabar con el régimen autoritario que lo mantiene cautivo hace más de 25 años, pero, ¿se vale todo para alcanzar ese objetivo? La revitalizada Doctrina Monroe citaría a Maquiavelo para asegurar que “el fin justifica los medios”. Por supuesto, la salida de Nicolás Maduro del poder sería un voto a favor de la democracia, pero al mismo tiempo el método marca un peligroso antecedente para el derecho internacional, privilegiando la fuerza por encima de la ley.
Trump no es la causa, es el síntoma
Podríamos señalar a Trump como el autor intelectual de esta tendencia o podríamos encontrar mil y un culpables de que el orden democrático después de la segunda guerra mundial esté siendo maniatado por líderes populistas, pero estaríamos subestimando el curso de la historia.
Como decía Lev Tolstói en “La Guerra y la Paz”, pensar que el fracaso de la invasión a Rusia fue a causa del resfriado de Napoleón es contrario al espíritu humano: “¿Cuál es la causa de los acontecimientos históricos?”. Él responde, “depende de la concordancia de todos los hombres que participan en ellos, y la influencia de los Napoleones en la marcha de estos acontecimientos únicamente es exterior y ficticia”. Según Tolstói, luego de que los soldados pasaran hambre y frío para llegar hasta Moscú, si Napoleón les hubiera prohibido batirse contra los rusos, lo habrían matado y se habrían lanzado a la batalla de todas formas.
Con Trump sucede algo similar, todas esas fisuras que nadie vio, remendó precariamente, o se las consideró parte del proceso habitual, pronto se convirtieron en grandes aberturas que ya no se podían ignorar. Hoy, en el mundo de Trump, los países se preparan ante un nuevo panorama en el cual ni la ONU, ni la OTAN, ni la UE, ni nadie quizás pueda ayudarlos. Trump no es el autor de este nuevo reglamento, es el rostro de un submundo que se venía gestando a las sombras de una aparente estabilidad institucional.

Axel Olivares (Argentina): Estudiante de Comunicación Social, Universidad Nacional de Cuyo. Redactor y columnista en Diplomacia Activa.
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