¿Reformar o Reemplazar? Esa es la cuestión
Por Luca Nava
No es ninguna novedad afirmar que, en la última década, la arquitectura del multilateralismo global se encuentra profundamente tensionada, cuando no directamente paralizada. La pandemia del COVID-19, las guerras en Ucrania y Gaza, el cambio climático, la disrupción tecnológica y el resurgimiento de la competencia geopolítica entre Estados Unidos y China, evidenciaron que el orden liberal esgrimido en el siglo XX ya no logra ofrecer respuestas eficaces, coordinadas y legítimas.

En un mundo donde la ONU sufre bloqueos paralizantes, la OMC no consigue hacer cumplir sus normas, y el G-20 se ha vuelto inoperante por la rivalidad entre potencias, las señales parecen inequívocamente negativas. Pero una lectura puramente apocalíptica resulta incompleta. No pocos analistas sostienen que, lejos de estar asistiendo al ocaso definitivo de la cooperación internacional, podríamos estar presenciando una transformación silenciosa pero radical. El Grupo de los Siete (G-7), entre algunos de los tantos bloques del sistema internacional, aparece como posible pieza clave de un nuevo orden global más funcional.
Lo que está en crisis no es la necesidad de cooperación internacional, sino la forma en que esta se encuentra organizada y se lleva a cabo. La pregunta que se impone no es si se debe desechar el sistema heredado de la posguerra, sino si es posible reformarlo para que vuelva a ser útil en un mundo profundamente cambiante y errático. Así, la idea de reconvertir al G-7 en una “mini-lateral” estratégica, capaz de actuar donde otros foros han fallado, expone que si sus miembros refuerzan sus filas y agilizan sus procedimientos, puede que fortalezcan la legitimidad del grupo ante los ojos del mundo.
Lograr esta reinvención podría posicionar al G-7 para ejercer un liderazgo largoplacista, incluso, quién sabe, también podría ser el tipo de proyecto ambicioso que le recuerde a Trump que existe un mundo allá fuera.
Las crisis y paradojas de un multilateralismo oxidado
Como fue analizado previamente en otro artículo de la página, la pandemia del COVID-19 actuó como catalizador de una serie de disfuncionalidades ya latentes en el sistema multilateral. La OMS expuso no solo una limitada capacidad de respuesta, sino que también puso de relieve las debilidades estructurales que afectan a muchos organismos internacionales que la disciplina bautizó como “patologías internacionales”.

En este sentido, el problema del multilateralismo se relaciona con un diseño institucional que no le hace frente a las nuevas complejidades globales. Como resultado, se presenta una gobernanza global, que en lugar de anticipar o contener crisis, se muestra rebalsada y, frecuentemente, irrelevante. Este diagnóstico es compartido por el autor Oriol Costa Fernández en «Introducción: El multilateralismo en crisis», en donde explaya un tándem letal para el multilateralismo. Por un lado, existe una crisis de legitimidad, basada en la escasa representatividad de actores emergentes en instituciones construidas en el siglo XX, y por el otro, existe una crisis de eficacia, marcada por el bajo rendimiento de cuentas frente a problemas comunes como el cambio climático o las guerras.
A estas dos dimensiones, le podríamos agrega cuatro paradojas identificadas por Abdessalam Jaldi en su informe «The Crisis of Multilateralism viewed from the Global South». La primera nos habla sobre la tensión entre representatividad y eficacia, que se refleja perfectamente en el G-7. A pesar de su agilidad y coordinación, el grupo carece de voces del Sur Global o potencias emergentes como la India o Brasil. Si bien a esta limitación se le han propuesto ampliaciones estratégicas que incluyen a países como Australia, Corea del Sur y España, estas iniciativas continúan demostrando la exclusión sistemática de regiones enteras como África o América Latina.
La segunda paradoja es la del financiamiento condicionado. Organismos como la ONU dependen cada vez más de las famosas “contribuciones voluntarias”, muchas de ellas condicionadas política o ideológicamente, lo que también compromete su autonomía operativa. La tercera refiere a los mismos límites a la institucionalización, donde muchos foros multilaterales como el propio G-7, carecen de estructuras permanentes que les otorguen continuidad y capacidad de implementación.
La cuarta y última paradoja es la de la fragmentación, que expone que ante la disfuncionalidad de los organismos tradicionales, proliferaron los arreglos informales y flexibles, como el Quad, el AUKUS o los BRICS. Estas “mini laterales” si bien se caracterizan por su agilidad y eficiencia, también alimentan una arquitectura multilateral fragmentada y desigual, o hasta en el peor de los casos, paralela, que dificulta la generación de consensos permanentes.
Con sus debidas reformas, el G-7 podría posicionarse como una instancia intermedia de lo anteriormente analizado; suficientemente pequeña para ser eficiente, pero con una preponderante ambición global. Sin embargo, no todo es color de rosas, porque por más que la propuesta de reforma se presenta como una esperanza a la inacción mundial, la misma enfrenta un dilema central ¿Puede una alianza conformada por menos del 10% de la población mundial asumir un liderazgo global sin provocar resistencias?
La respuesta más obvia es que no. Una mayor centralidad del G-7 podría intentar frenar la insurgencia de nuevos bloques deseosos de reemplazar al gigante de occidente, además, desde el Sur Global, está latente la percepción de exclusión que ya pesa sobre países que aún no encuentran su representación formal en foros internacionales. Para muchos países que están a la expectativa del fin del orden mundial liberal, la consolidación de un sistema donde el Tio Sam continúa dictando las reglas desde una mesa chica de aliados, no es opción.
El club de enfrente
No es la primera vez que hablamos sobre el Sur Global como actor creciente y autónomo, que no solo reclama mayor representatividad en las instituciones tradicionales, sino que además comienza a construir sus propios espacios de cooperación. Iniciativas como el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB), impulsado por China, o la creación del BRICS Bridge, revelan una tendencia creciente, que denota que los países emergentes no están esperando pasivamente a ser integrados en el orden global que prima hoy en día, sino que están continuamente diseñando estructuras paralelas que reflejan sus intereses económicos y geopolíticos.
Más allá de la clásica crítica estructural a la arquitectura financiera nacida de Bretton Woods y dominada por potencias occidentales desde la posguerra, el reclamo también brota de la intención de reducir la dependencia de instituciones como el FMI o el Banco Mundial, cuyas condicionalidades han sido percibidas muchas veces como instrumentos disciplinares más que de desarrollo.
No obstante, la tan conocida advertencia del politólogo G. John Ikenberry cobra relevancia una vez más. Crear un nuevo orden internacional desde cero es costoso, incierto y potencialmente desestabilizador. Por este motivo ¿No sería más coherente apostar a una reforma sustancial del orden heredado, capaz de preservar sus funcionalidades como la institucionalización de normas y mecanismos de cooperación, pero respetando la integración de nuevos actores y perspectivas?
Esta es la encrucijada en la que se encuentra hoy el multilateralismo y el modelo de occidente, entre la tentación de la ruptura total y la necesidad urgente de una reconfiguración más incluyente.
Un ejemplo latinoamericano
Latinoamérica ha sido ejemplo de cómo la cooperación internacional es posible, incluso en sectores tan sensibles (justamente, por estas últimas semanas) como el nuclear. Durante buena parte del siglo XX, Argentina y Brasil mantuvieron una competencia velada por el desarrollo de tecnología nuclear, en un contexto marcado por dictaduras militares y rivalidad regional. Sin embargo, con la transición democrática, surgió una nueva oportunidad, cristalizada en una colaboración estructurada que derivó en la creación de la Agencia Brasileño-Argentina de Contabilidad y Control de Materiales Nucleares (ABACC) en 1991. Este organismo binacional, inusitado a nivel global, permitió a ambos países verificar recíprocamente el uso pacífico de sus materiales nucleares, instaurando un sistema de transparencia mutua que reforzó la confianza bilateral y consolidó una zona libre de armas nucleares en América Latina.
La importancia de este acuerdo reside en que no dependió de mandatos externos, sino que la cooperación fue endógena y se basó en intereses comunes. Representa una forma de multilateralismo horizontal, descentralizado y regional, donde la confianza y la interdependencia se construyeron de abajo hacia arriba.
En el debate sobre la reconfiguración del multilateralismo global, esta experiencia pone el foco en que no toda cooperación requiere de balances hegemónicos, grandes potencias o institucionalismos globales. A veces, la voluntad mutua y la institucionalización local pueden lograr lo que muchos foros internacionales se mueren por conseguir: resultados duraderos y visibles.
En camino a una reinvención
El multilateralismo no ha muerto, está herido. La pregunta que se me viene a la cabeza no es como lo reemplazamos, sino cómo lo reimaginamos.
La propuesta de reformar el G-7 puede representar un paso pragmático clave hacia una gobernanza global más ágil, pero su legitimidad dependerá de su capacidad de ampliar la representación y conectarse con las economías emergentes del Sur Global. Debemos tener presente que, representando al 45% de la población mundial, en 2024 el PIB combinado de los BRICS alcanzó los 26,9 billones de dólares estadounidenses. Según las proyecciones del FMI, el PIB de cada miembro mantendrá una tendencia de crecimiento, lo que podría llevar a un PIB en conjunto de aproximadamente 36,6 billones de dólares en 2029. Estas estadísticas no representan en lo más mínimo un alivio para EEUU y sus aliados, y debería encontrarlos, en el corto plazo, con una buena estrategia de reorganización y de trabajo en conjunto si no desean ver el orden que tanto les costó construir resquebrajándose en sus cimientos.
Si bien el futuro no está escrito, todo parece indicar que el mundo no necesita más instituciones, sino mejores. Es vital que el multilateralismo vuelva a actuar con legitimidad, incorporando una pluralidad de voces y sensibilizándose a la complejidad de los problemas del hoy. Si ese vacío queda sin llenar, otros actores o instituciones buscarán llenar esos baches cueste lo que cueste, y a veces nuevo no significa mejor.
Luca Nava (Argentina): Estudiante de Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de San Martín. Columnista de Diplomacia Activa.
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