Hablemos de Relaciones Internacionales
Por Estanislao Molinas
¿A qué nos referimos exactamente cuando hablamos de Relaciones Internacionales? ¿Qué hay detrás del velo que cubre a dos meros sustantivos, que no son sólo vocablos, sino una disciplina en sí misma?

En primer lugar, mencionemos que el término Relaciones Internacionales tiene raíces etimológicas en el latín y el griego antiguo. Por un lado, la palabra relación proviene del latín relatio, relationis, que deriva de referre (llevar de nuevo, traer de vuelta), lo que implica una conexión o correspondencia entre entidades. Por su parte, internacional proviene del latín inter («entre») y natio, nationis («nación», derivado de nasci, «nacer»), por lo que hace referencia a lo que ocurre entre distintas naciones o pueblos.
Aunque esta expresión como disciplina académica surge en el siglo XX, floreciendo su estudio gracias a la caída del Concierto Europeo, que derivó en dos Guerras Mundiales, y subsecuentemente en una Guerra Fría. Sin embargo, la noción de interacciones entre unidades políticas ya tenía antecedentes en la Politeia (πολιτεία) griega y en el concepto romano-latino de imperium, que denotaba el dominio administrativo de la Res-Pública sobre su territorio. Así, el estudio de las Relaciones Internacionales hunde sus raíces en la tradición filosófico-política occidental, desde el legado de Tucídides y Cicerón, arribando al pensamiento de Richelieu y Maquiavelo. Estos últimos, precursores del concepto de Razón de Estado.
En segundo lugar, y continuando con el párrafo anterior, una excelente definición formal de nuestra disciplina es la acuñada por Esther Barbé, en su libro Relaciones Internacionales (1995): “Las Relaciones Internacionales constituyen un campo de estudio multidisciplinario que analiza las interacciones entre actores del sistema internacional, incluyendo Estados, organizaciones internacionales y actores no estatales, abarcando dimensiones políticas, económicas, sociales y jurídicas”.
En este sentido, las Relaciones Internacionales emergieron como disciplina académica en 1919, con la creación de la primera cátedra dedicada exclusivamente a su estudio en la Universidad de Aberystwyth, Gales, financiada por el filántropo David Davies y ocupada por Alfred Zimmern. Su institucionalización respondió a la necesidad de comprender las dinámicas internacionales tras la Primera Guerra Mundial.
A pesar de su cercanía con la Ciencia Política, las Relaciones Internacionales no pueden reducirse a un simple apartado de esta. Mientras que la primera estudia el poder dentro del Estado y sus estructuras internas, las Relaciones Internacionales trascienden esas fronteras, abordando la política exterior de los Estados, las dinámicas transnacionales, el papel de los organismos internacionales y la influencia de actores no estatales.
Aquí es donde entran las teorías, los lentes con los que observamos la realidad internacional. Como lo señala Stanley Hoffmann, las teorías de las Relaciones Internacionales buscan ser un “estudio sistemático de fenómenos observables, que intenta descubrir variables, explicar el comportamiento y revelar los tipos característicos de relaciones entre unidades nacionales”.
La teoría no solo impone orden en la aparente anarquía del Sistema Internacional, sino que también define los límites del conocimiento dentro de la disciplina. Como señala Esther Barbé, las teorías de las Relaciones Internacionales “permiten dar coherencia a hechos e información que por sí solos no tienen sentido”.
El estudio de las Relaciones Internacionales como disciplina científica ha estado marcado por la evolución de distintos paradigmas, entendidos en el sentido kuhniano como marcos teóricos que estructuran la investigación dentro de una comunidad científica en un determinado periodo histórico. Thomas Kuhn, en La estructura de las revoluciones científicas (1962), argumentó que el conocimiento no avanza de manera lineal, sino a través de cambios de paradigma que reorganizan profundamente la forma en que se conceptualizan los fenómenos. Aplicando este enfoque a las Relaciones Internacionales, se observa cómo la disciplina ha atravesado momentos de estabilidad, en los cuales predominó un mainstream teórico, seguidos por periodos de crisis que propiciaron la emergencia de nuevos enfoques.

Los debates en Relaciones Internacionales han marcado su desarrollo como disciplina y reflejan la evolución de su marco teórico. El primero, en el periodo de entreguerras, enfrentó a idealistas y realistas. Los idealistas, influidos por Wilson, confiaban en la cooperación internacional y en instituciones como la Sociedad de Naciones para evitar conflictos, pero la Segunda Guerra Mundial desacreditó esta visión. El realismo, con Morgenthau a la cabeza, se impuso al sostener que la política internacional es una lucha de poder en un sistema anárquico.
El segundo debate, tras la posguerra, opuso a tradicionalistas y cientificistas. Los primeros defendían un enfoque cualitativo basado en la experiencia diplomática, mientras que los segundos, influenciados por el positivismo y la behavioral revolution, introdujeron métodos cuantitativos y modelos matemáticos para hacer la disciplina más científica y empírica.
El tercer debate enfrentó al neorrealismo y el neoliberalismo en el contexto de la Guerra Fría. Waltz, desde el neorrealismo estructural, argumentó que la estructura del sistema internacional condiciona el comportamiento de los Estados, mientras que Keohane y Nye, desde el neoliberalismo, defendieron que la cooperación es posible mediante la interdependencia y las instituciones internacionales.
El cuarto debate, aún en curso, confronta a racionalistas y reflectivistas. Los racionalistas, herederos del positivismo, sostienen que el conocimiento sobre la política internacional puede obtenerse mediante el método empírico, mientras que los reflectivistas, como constructivistas y teóricos críticos, argumentan que las teorías son construcciones sociales permeadas por valores e ideologías.
Estos debates han fortalecido a las Relaciones Internacionales como disciplina, integrando diversas perspectivas teóricas y metodológicas. Sin embargo, desde sus orígenes, el desarrollo teórico de las Relaciones Internacionales ha estado marcado por una asimetría epistemológica, donde la producción de conocimiento ha estado enclaustrada en el Norte Global.
Pensar desde el Sur
La academia estadounidense y europea han operado como los principales centros de formulación teórica, relegando a América Latina a un papel de periferia cognitiva dentro del campo disciplinar. Como señala Esther Barbé, las Relaciones Internacionales han sido tradicionalmente “una ciencia social del Norte”, donde los países latinoamericanos han sido más objeto de análisis que productores de esquemas interpretativos propios.

En un primer momento, durante la segunda posguerra, la región adoptó principalmente enfoques desarrollistas, influenciados por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), en los que la integración económica y la industrialización eran vistas como estrategias fundamentales para superar el subdesarrollo. No obstante, con el avance de la Guerra Fría y la creciente evidencia de que las relaciones económicas internacionales perpetuaban la desigualdad estructural, comenzaron a emerger teorías más críticas, como la Teoría de la Dependencia, que reconfiguraron la forma en que América Latina entendía su papel en el mundo.
Desarrollada por autores como Raúl Prebisch, Fernando Henrique Cardoso, Enzo Faletto, Theotonio dos Santos y André Gunder Frank, la Teoría de la Dependencia surgió como una respuesta al modelo clásico del desarrollo, que suponía que los países periféricos transitarían naturalmente hacia la industrialización siguiendo la trayectoria de las economías centrales. En oposición a esta idea, los dependentistas sostuvieron que el subdesarrollo no era una etapa previa al desarrollo, sino una consecuencia directa de la inserción subordinada de América Latina en la economía global.
En este esquema, la estructura económica mundial opera a través de un vínculo asimétrico entre el centro (las potencias industrializadas) y la periferia (los países exportadores de materias primas), perpetuando una relación de explotación económica. Cardoso y Faletto añadieron un matiz esencial al argumentar que esta dependencia no solo era externa, sino que también se reflejaba en las dinámicas internas de cada país, donde las élites económicas latinoamericanas reproducían el esquema de subordinación en función de sus propios intereses. El mayor problema de esta teoría primigenia, fue precisamente su anclaje en una perspectiva eminentemente económica. Si bien proporcionó un marco sólido para comprender la dinámica del comercio y la inversión en América Latina, su alcance en el ámbito de la política internacional y la seguridad fue limitado.
Continuando en la línea histórica, Juan Carlos Puig desarrolló la Teoría de la Autonomía como un intento de superar el determinismo estructural del dependentismo. Desde su perspectiva, la autonomía no se define en términos absolutos, sino como un espectro en el que los Estados pueden ganar o perder capacidad de decisión en función de su inserción en el Sistema Internacional. La clave, entonces, no era simplemente denunciar la dependencia, sino identificar estrategias viables para ampliar el margen de maniobra de los países periféricos.
Para el autor, los Estados latinoamericanos debían evitar alineamientos automáticos con las potencias y diversificar sus relaciones exteriores, buscando alianzas flexibles que permitieran una mayor independencia en la toma de decisiones. En este sentido, distinguió varios niveles de autonomía, desde la dependencia paracolonial, en la que el Estado es formalmente soberano pero funcionalmente subordinado, hasta la autonomía heterodoxa, donde el país opera dentro del sistema pero con un margen de maniobra significativo.
Si la Teoría de la Autonomía de Juan Carlos Puig representó una búsqueda por ampliar el margen de maniobra del subsistema regional latinoamericano, Helio Jaguaribe desde Brasil, introdujo la Teoría de la Viabilidad. Una propuesta que enfatizaba la capacidad material y estructural de un país para sostener su autonomía en el tiempo. Para Jaguaribe, no bastaba con una voluntad política de autonomía; los Estados periféricos debían evaluar si tenían la infraestructura económica, tecnológica y militar necesaria para sostener una estrategia autónoma sin caer en vulnerabilidades internas o externas. Esta visión incorporaba un realismo estructural temprano en América Latina, al señalar que la autonomía debía estar anclada en un análisis racional de las capacidades nacionales y del contexto geopolítico global.
Sin embargo, sería Carlos Escudé quien llevaría esta perspectiva aún más lejos, formulando un marco teórico adaptado específicamente a la política exterior de los países periféricos. En contraposición a la idea de que los Estados pueden aspirar a una autonomía plena si despliegan una estrategia de diversificación diplomática, Escudé argumentó que la autonomía no es un fin en sí mismo, sino un recurso escaso que debe ser administrado con precisión. No se trata de perseguir una independencia abstracta, sino de gestionar inteligentemente las relaciones internacionales en función de las capacidades reales de cada Estado.
Desde esta perspectiva, los países periféricos no pueden adoptar la política exterior de las grandes potencias sin exponerse a costos desproporcionados. Intentar jugar en la misma cancha que los actores hegemónicos sin contar con los recursos suficientes solo conduce al aislamiento, la inestabilidad o la irrelevancia. El Realismo Periférico no rechaza la autonomía, sino que la redefine en términos de eficiencia estratégica: los Estados deben evaluar racionalmente su inserción internacional y determinar qué batallas vale la pena librar y cuáles no.

A diferencia de otros campos de las ciencias sociales, donde el pensamiento latinoamericano ha dejado una marca indeleble, en las Relaciones Internacionales el acceso a los circuitos de legitimación internacional ha sido más difícil. Existen, sin embargo, centros de estudio y figuras académicas que han trabajado en la consolidación de un espacio propio para la región dentro del debate teórico global. Brasil, con la tradición diplomática de Itamaraty, ha sido un polo fundamental en la formulación de estrategias de política exterior con pensamiento propio, combinando pragmatismo y autonomía. En Argentina, la Universidad Nacional de Rosario, la Universidad de San Andrés y la Universidad Di Tella han sido importantes en la producción de investigaciones en Relaciones Internacionales. En México, la UNAM ha albergado debates sobre seguridad internacional y cooperación regional.
A la luz de este escenario, el cierre del círculo epistemológico latinoamericano no se encuentra en la formulación de más teorías aisladas, sino en la inserción de estas en el debate global. Si Kant imaginó una “paz perpetua” basada en la expansión de la razón y el Derecho Internacional como regulador del comportamiento de los Estados, la academia latinoamericana enfrenta un reto análogo: consolidar su presencia en un debate que sigue marcado por estructuras de poder. No se trata sólo de explicar el mundo, sino de hacerlo desde una voz propia.
Estanislao Molinas (Argentina): Estudiante avanzado en Relaciones Internacionales, Universidad Católica de Santa Fe, y columnista en Diplomacia Activa.
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