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Las patrias de Borges

Por Juan Francisco Baroffio

Cada tantos años se renueva el interés por la repatriación de los restos de Jorge Luis Borges, que descansan en Ginebra en el Cimetière des Rois (también conocido como “Cementerio de Plainpalais”). Y suele ser una pregunta recurrente en las actividades relacionadas al gran escritor nacido en Argentina. Muchos no comprenden esa decisión de Borges y de su viuda, María Kodama, de que la tumba del autor se encuentre a miles de kilómetros de su Buenos Aires natal. Veamos algunos detalles que, tal vez, echen luz sobre la cuestión.

“… en el lugar de mi ceniza”

Este es el último verso del poema La Recoleta (Fervor de Buenos Aires, según la edición definitiva de 1969). En el poema dedicado al famoso cementerio porteño, Borges hace alusión a un tema que es recurrente en su obra: el culto a sus mayores. Toda la producción borgesiana está atravesada por cuestiones como el honor, el coraje y la conflictiva historia argentina del siglo XIX, que están íntimamente relacionadas a su historia familiar y que, en más de un sentido, las mamó desde la cuna.

En esta cuestión casi devocional de Borges por sus mayores, que podemos pensar como semejante, de alguna forma, al culto familiar de las familias patricias de la Antigua Roma mencionó, tanto en entrevistas como en su producción, que su deseo era ser enterrado en la bóveda familiar del Cementerio de la Recoleta. Allí, en el mausoleo erigido en honor de su bisabuelo, el coronel Manuel Isidoro Suárez (héroe de la Batalla de Junín), también encontraron última morada la casi totalidad de los miembros de la familia del escritor, incluyendo a sus abuelos paternos el coronel Francisco Borges y Frances Ann “Fanny” Haslam. Actualmente, incluso se encuentran su hermana Norah y su cuñado Guillermo de Torre y algunos de sus sobrinos de la familia de Torre.

Es sabido que Borges cumplía a rajatabla aquello de honrar a sus mayores, a quienes no solo volvió parte de su literatura, sino también de su propio mito patrio. Porque Borges, aunque se sentía profundamente argentino, rechazaba la idea de una historia o mito patrio único, fundamental, inamovible e indiscutible. Así como era agnóstico respecto de Dios, también lo era respecto de la patria. 

Borges pensaba que la nacionalidad no debía ser un peso en la vida de las personas y que la pertenencia o no a una patria no era algo que debiera hacernos olvidar de una filiación y hermandad humana, universal. En todo caso, amar a la patria era algo que se podía elegir. Por eso, al momento de enumerar sus patrias, Borges no dudaba, ni temía a la polémica, al decir que eran Buenos Aires, Texas y Ginebra.

Borges era consciente de que sus gustos literarios y personales muchas veces iban en contra de ciertas imposiciones de lo que se entiende por “argentinidad”. “Mi devoción por ese pasado nórdico ha molestado a algunos de mis compatriotas”, reconoce en su autobiografía (lo cual no está de más recordar, escribió en inglés, para ser publicada en la revista The Newyorker en 1970). Aún hoy, quedan quienes lo acusan de ser un “vendepatria”. Reproche ya minoritario porque la dimensión de mito argentino, casi de culto popular, hacen que no se lo pueda discutir. Justamente algo contra lo que el propio Borges habría abjurado.

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La viuda del escritor, diplomáticos y demás funcionarios en la conmemoración de los 30 años del fallecimiento de Borges. La lápida evoca su pasión por las sagas nórdicas, encontrandose en el frente su nombre junto a la imagen de siete guerreros y una frase en inglés antiguo, la cual traducida al español dice: «y no temerán». En el reverso, y sobre una embarcación vikinga, una frase extraida de una Saga islandesa, la cual reza: «Él toma la espada Gram y la coloca entre ellos desenvainada».

“… es una de mis patrias”

Ginebra, el más famoso de los cantones suizos, aparece constantemente en la obra del autor de El Aleph. De hecho, menciona o hace referencia a esa ciudad en 45 de sus textos. Obviamente está lejos de los 392 textos en los que se refiere a Buenos Aires, pero la idea de pertenencia a una patria ginebrina no ha sido algo que recién se manifestara en sus últimos años de vida. Incluso llegó a expresar en su autobiografía conozco Ginebra todavía mejor que Buenos Aires”.

Esta conciencia de una patria ginebrina, para Borges respondía a haber nacido a la poesía en la ciudad suiza. Si bien siempre supo que tendría un destino literario, no será hasta su estancia en aquella ciudad en que descubrirá su vocación de poeta. Y a Suiza y Ginebra dedica Los conjurados, el poema que cierra y da nombre a su último libro (1985), el poema que, de alguna forma, es el final simbólico de su vida y obra. Borges, en esa circularidad del tiempo de la que tanto se ocupó, pone punto final a su obra con un poema dedicado a la patria en la que nació poeta.

Entre 1914 y 1919 los Borges (y las abuelas materna y paterna) vivieron en aquel país europeo. En aquellos años, un Georgie adolescente abre definitivamente su espíritu lector e intelectual. Aprende francés y latín en la escuela y en forma autodidacta el alemán. Descubre el mito del Golem de la mano de la famosa novela de Gustav Meyrink, traduce poetas expresionistas alemanes, lee a Whitman y escribe sus primeras poesías bajo su sombra.

Como otros jóvenes de su tiempo se esperanza con la idea de la fraternidad universal y pacifista que enarbola la Revolución de Octubre. Descubre a Schopenhauer, un filósofo capital en su vida y obra. De alguna forma, hay un Borges intelectual que nace también en Ginebra.

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El hombre invisible

Su decisión de abandonar la Argentina, meses antes de morir, responde que muy al final de su vida se vuelve consciente del lugar que ocupa en los medios y en la opinión pública. Las publicaciones literarias, las de política, e incluso las de la farándula y del corazón, se ocupan de él. Sus opiniones, a las que él mismo siente como cambiantes, sin importancia y poco interesantes, se reproducen en letra de molde y en la radio y la televisión, constantemente.

Y al ser una figura pública, de trascendencia mundial, que resulta muy accesible a la prensa y a cualquiera que busca entrevistarlo o conocerlo, lo que dice y hace generan curiosidad e interés. Pero no fue hasta muy avanzada la década de los 70 en que Borges toma conciencia de su relevancia.

En esa toma de conciencia comienza a aterrarlo la idea de que su muerte y agonía fuesen un espectáculo público como había ocurrido con Ricardo Balbín y el tristemente célebre caso de las fotografías tomadas en 1981. El viejo político y dirigente de la Unión Cívica Radical había sido retratado semidesnudo, conectado a cables y mangueras, agonizando en una cama de hospital. Borges, con esas ideas sobre el honor y la modestia criollas, no podría haber imaginado mayor horror. La muerte, para él, ya había tomado la forma de una realidad sentenciada por los médicos.

En Ginebra, Borges sentía que podía ser un anciano anónimo más. La ciudad suiza no había abrazado, aún, la celebridad de ese escritor nacido lejos del Ródano. El propio Borges expresó su deseo en una carta pública a la Agencia E.F.E. el 6 de mayo de 1986: Soy un hombre libre. He resuelto quedarme en Ginebra, porque Ginebra corresponde a los años más felices de mi vida. (…) En Ginebra me siento misteriosamente feliz”. Y agrega para finalizar la breve carta: “Me parece extraño que alguien no comprenda y respete esta decisión de un hombre que ha tomado, como cierto personaje de Wells, la determinación de ser, un hombre invisible”.


Imagen | Diario Hoy

“… ya no es de nadie”

Luego de su muerte vendrían las polémicas, los supuestos dichos y confesiones. Como suele ocurrir con las celebridades, sobre todo con aquellas que, como Borges, se vuelven parte de la mitografía nacional, todos quieren arrogarse ser el amigo más íntimo, el que guarda el mayor secreto, la última confesión.

Pero nada de eso importa desde el punto de vista de Borges. El destino ideal de un escritor, creía, era ser olvidado y que solo subsistiera su obra. La literatura, según la concebía, no debía depender de otra cosa que de sí misma y de los lectores. Había que poder leer sin que nos importara quién escribía. Los críticos, los intelectuales, los académicos, pensaba, nada pueden contra el juicio mayor de los lectores. Estos son los que crean a los clásicos.

Más allá de fines turísticos o de algo parecido a un nacionalismo necrológico, el descanso de los restos mortales de Borges no debe preocuparnos demasiado. No es una causa nacional ni algo que deba comprometer los corazones de los argentinos. Es curioso que no les ocurra lo mismo, a los que se exasperan con el destino final de Borges, con los restos de Julio Cortázar o Juan José Saer. 

Más allá del destino que puedan tener los huesos de Borges, eso en nada cambia su concepción de una libertad individual que nos permite aligerarnos del peso de las cadenas de una identidad nacional, de una ciudadanía y nos alienta a elegir si queremos o no creer en un mito patrio o, por el contrario, crear el nuestro. A lo único que no se puede renunciar es a la hermandad que nos da el hecho de ser seres humanos. Lo demás, son cuestiones que resultan “caras a los cartógrafos”.

No hay que olvidar que como anarquista spenceriano, aunque a veces dicho con cierta ironía, entendía que las banderas y las fronteras eran algo que idealmente debían desaparecer. Borges, en todo caso, optó como ciudadano universal y libre tener un cariño especial por una cierta patria que le heredaban sus mayores y por otras que él había descubierto. 

La sepultura de Borges cambiará en nada a las generaciones de lectores que, a lo largo y ancho del mundo, hacen propia su literatura. Que lo leen y se deslumbran y apasionan con su obra, aunque la lean en bengalí, chino o ucraniano. Borges alguna vez escribió que “lo bueno ya no es de nadie”. Borges, entonces, es de todos. 


Juan Francisco Baroffio (Argentina) Escritor, historiador, ensayista y bibliófilo. Director de Ulrica Revista.

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