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Patologías Internacionales

Por Luca Nava

Cinco años después de la pandemia, lentamente fuimos apreciando una lenta recuperación de la economía mundial que parecía inalcanzable. No obstante, en lo que duró aquel evento, el proceso de toma de decisiones de organismos como la Organización Mundial de la Salud en 2020 se mostró completamente “desconectado de los rápidos cambios observados en el terreno”, víctima de lo que la teoría de las Relaciones Internacionales conoce como “patologías comunes de los organismos internacionales”, entre ellas, la burocracia excesiva, las respuestas lentas y la falta de coordinación.

Ilustración | Ethic

Fue evidente que la salud pública global ocupaba uno de los últimos lugares en la jerarquía de prioridades institucionales, dejando a grandes sectores de la población mundial sin acceso equitativo a vacunas o servicios esenciales.

Actualmente, nuevos desafíos como la guerra en Ucrania y en Gaza, el avance del cambio climático y el resurgimiento de rivalidades geopolíticas como la de Estados Unidos y China, vuelven a poner en duda la capacidad de los organismos internacionales para responder de forma eficaz y coordinada. Lo que alguna vez fue un sistema basado en normas compartidas, hoy parece erosionarse entre un fuerte unilateralismo, un debilitamiento sin precedente de las instituciones y un escepticismo creciente

Desde hace más de dos décadas, las crisis dentro de los acuerdos multilaterales se acumulan y se profundizan. Cada vez se firman menos tratados internacionales y los mecanismos existentes muestran serias dificultades para adaptarse a nuevos escenarios. El retiro de países como EEUU de acuerdos como el de París o la desvinculación de organizaciones como la UNESCO o la OMS en determinados momentos, son apenas algunos síntomas.

El fenómeno se intensifica aún más con el retorno de Donald Trump, cuya política exterior se apoya explícitamente en una diplomacia unilateralista. Su vuelta a la Casa Blanca puede terminar de quebrar la arquitectura multilateral engendrada desde 1945, tal como advierten numerosos analistas. El rechazo a instituciones creadas por el propio EEUU y sus aliados, como la ONU o la OMC, revela una ironía del sistema: los mismos creadores del orden mundial liberal ya no creen en él.

Desde el realismo clásico hasta el marxismo crítico, múltiples enfoques han coincidido en una idea común: los organismos internacionales no son imparciales, sino instrumentos al servicio del poder, en especial de los países más influyentes. Desde esta perspectiva, organismos como la ONU, la OEA o el FMI son utilizados como herramientas estratégicas de política exterior, más que como espacios de cooperación desinteresada y eficaz.

Potencias como EEUU o China han ejercido presión sobre la ONU dejando de pagar sus cuotas, bloqueando resoluciones en el Consejo de Seguridad, condicionando nombramientos, y hasta amenazando con desfinanciar organismos si no responden a sus intereses nacionales.


Sin embargo, la teoría nos dice que los organismos internacionales no son únicamente herramientas. Fuera de esta mirada completamente materialista, los organismos internacionales también pueden actuar como foros multilaterales de cooperación, en los que se negocian intereses divergentes, se construye legitimidad y se generan consensos, aunque, por cuestiones de estructura, sean algo limitados. Y en ciertos contextos, los organismos internacionales incluso pueden comportarse como actores autónomos.

Si bien su capacidad de agencia no deja de ser un poco inocua, pueden definir marcos normativos o denunciar violaciones si así lo creen necesario. Esto es lo que llamamos “poder implícito” de los organismos internacionales, las facultades delegadas que le permiten “reinterpretar sus competencias” según lo consideren, dando en el curso de sus acciones los llamados “problemas del principal – agente”, en la medida en que sus acciones perjudican o no satisfacen los intereses de los actores estatales del sistema internacional.

Autores como Laura Zamudio, Michael Barnett, o Bob Reinalda, han descrito a los organismo internacionales como “entidades que oscilan entre la subordinación total y la agencia, entre la cooperación estructurada y la reproducción de desigualdades”. Es la misma capacidad que le delegan los Estados a estos organismos los que también los proveen de una identidad capaz de materializarse en el plano internacional. Pero no debemos ignorar que a mayores atribuciones también abundan mayores responsabilidades, y sin duda esta relación de eventos ha sido uno de los problemas centrales de los organismos internacionales: la cuestión de legitimidad, burocracia y poder.

La legitimidad es una condición esencial para el funcionamiento de los organismos internacionales. Esta puede tener una dimensión procedimental, es decir, cómo se toman las decisiones, y otra sustantiva, qué resultados producen y a qué valores responden. Pero cuando las instituciones pierden representatividad, fallan en su capacidad de dar respuestas, o refuerzan desigualdades, como en el ejemplo de la OMS durante la pandemia, su legitimidad comienza a ser cuestionada.

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Barnett y Duvall en su texto “International organizations and the diffusion of power” lo explican como el resultado de patologías burocráticas: estructuras altamente racionalizadas que, en lugar de promover eficacia, producen parálisis, lentitud, opacidad y alejamiento del terreno. En muchos casos, acaban alimentando la percepción de que los OIs no sirven, no importan, o incluso peor, estorban.

A esto se suma lo que advierten los autores Jonas Tallberg y Michael Zürn en The legitimacy and legitimation of international organizations: introduction and framework (2019) de que “a medida que se les otorga mayor autoridad a las organizaciones internacionales, también crecen las exigencias de legitimación y la presión política sobre ellas”. En otras palabras, cuanto más poder tienen para influir en la política global, más deben justificar sus decisiones ante los Estados, la opinión pública y otros actores. Si no logran sostener esa legitimidad, su autoridad puede volverse una fuente de vulnerabilidad en lugar de fortaleza.


Ilustración | Fondo Monetario Internacional

¿Hacia un nuevo orden?

Una de las preguntas que más fuerte empieza a pisar es: ¿qué viene después del multilateralismo liberal? Una de las tendencias más observadas en los últimos años es el avance de nuevas configuraciones institucionales, muchas de ellas impulsadas por potencias emergentes como China y el tan conocido “Sur Global”.

En 2014, China fundó el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB) como una alternativa al FMI y al Banco Mundial, señalando su insatisfacción con el reparto desigual del poder en los organismos financieros tradicionales del acuerdo de Bretton Woods.

A esto se suma el rol creciente de los BRICS, que discuten seriamente la creación de mecanismos paralelos de financiamiento y cooperación, orientados a un modelo de integración sur-sur, como el desafío planteado el año pasado a la hegemonía del dólar estadounidense durante la cumbre de los BRICS, sobre un sistema de pago global llamado BRICS Bridge que permita realizar pagos transfronterizos “rápidos y baratos” entre Estados miembros en monedas locales, sin pasar por bancos en EEUU

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Estas iniciativas no solo buscan disputar el liderazgo de occidente, sino también rediseñar el tablero institucional global. Sin embargo, como señala el politólogo G. John Ikenberry, crear un nuevo orden desde cero es costoso, complejo y riesgoso. Como alternativa más plausible, propone  reformar y reconfigurar el orden existente, ya que las instituciones heredadas —por más imperfectas que sean— todavía ofrecen una base compartida desde donde operar.

El multilateralismo tal como lo conocimos está en crisis, pero eso no significa que la cooperación internacional haya muerto. Por el contrario, vivimos un momento en el que la necesidad de cooperación se hace más evidente que nunca, pero las formas tradicionales de institucionalizarla están deslegitimadas y tensionadas. Los organismos internacionales deberán buscar una manera de reinventarse si quieren seguir siendo relevantes.

Para esto, se vuelve pertinente repensar la forma en la que están diseñados, además de perseverar una ampliación de su representación, para incluir en sus agendas las necesidades de los Estados que no forman parte del centro de la estructura global económica. 

Quizá la clave esté en descentralizar la cooperación, articular redes más horizontales, y abrazar una visión más plural del mundo, abrazando nuevas formas de gobernanza global que sean menos excluyentes. De lo contrario, las organizaciones internacionales se convertirán en vestigios de un orden olvidado, abandonadas a su suerte por sus propios progenitores.


Luca Nava (Argentina): Estudiante de Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de San Martín. Columnista de Diplomacia Activa.

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