El «reality (politic) show»
Por Axel Olivares
Hay un tipo de democracia que se encuentra instalada en la política mundial hace bastante tiempo, es percibida de forma tan natural que su evolución nos resulta imperceptible. Quienes se atreven a cuestionar su legitimidad son víctimas de su propio desconocimiento ¿Es esto razonable? ¿Qué dice la audiencia al respecto?

Bill Clinton tocando el saxofón en el Show de Arsenio Hall para luego asistir a los estudios de MTV y hablar con adolescentes sobre el Sida, la Reina Isabel II tomando el té con el oso Paddington, o simplemente el adorable cachorro bouvier de Berna irrumpiendo en una reunión para jugar con su dueño, Michael D. Higgins, el Presidente de Irlanda. Todos estos casos parecen intentos aislados por parte de los gobernantes para ganar puntos en las encuestas de popularidad o ser tenidos en cuenta por nuevas generaciones, pero lo que no es aparente de forma inmediata es que estos actos no son causa sino efecto de un nuevo tipo de democracia: la democracia de audiencias.
Para entenderla mejor debemos ir hasta la década de 1980, cuando el estado keynesiano se disolvía a tal punto de solo dejar ciertos vestigios, los intereses sociales se reformularon en una clave cada vez más individualizada, perdiendo los grandes grupos relevancia típica de las sociedades industriales. Desde la política se hizo más complicado reafirmar y defender una identidad nacional ya que esta se tornó cada vez más difusa y heterogénea conforme avanzaba la globalización y la internalización de los productos culturales.
Si retrocedemos algunas décadas más, vemos cómo el sufragio universal permitió que la clase obrera fordista participara en las decisiones colectivas, cómo la amplitud del estado abarcaba la economía, la cultura y la sociedad dando como resultado fuertes identidades colectivas, los partidos políticos se presentaban a las elecciones como representantes de determinados grupos sociales, ya sean clases sociales, grupos étnicos, o fieles de una religión, lo que les permitía tener un vínculo directo con la sociedad. El candidato le debía total obediencia a su partido y sus votantes quienes eran la base de su legitimidad y de su continuidad en el poder.
Occidente se manejó de esta forma, sobre todo en las épocas más turbulentas de la Guerra Fría para mantener la cohesión social. Sin embargo, ya para finales de siglo XX el orden social se hallaba fracturado y la política era cada vez más compleja. Sí el lugar desde donde se gestaba la política durante la posguerra era la calle, la plaza o la sede sindical; durante la posguerra fría fue en los medios masivos de comunicación, factor esencial que transformó la sociedad. La política se trasladó al hogar familiar e íntimo convirtiéndose en lo que el politólogo italiano, Giovanni Sartori llama -y le da nombre a su libro- videopolítica.

En cuanto a la ciudadanía, la vida política cambió. Según Isidoro Cheresky, sociólogo de la Universidad de Buenos Aires, el ciudadano contemporáneo siente de aquí en más que nadie lo podría representar mejor que él mismo, generalmente no tiene identidades políticas o pertenencias sociales permanentes. La democracia representativa no parece peligrar sino más bien mutar. Según el autor, este tipo de ciudadano se encuentra todavía dispuesto a delegar las funciones del gobierno, sin embargo, ya no se verá reflejado en el principal mandatario, pero si insistirá en su construcción como símbolo.
Los representantes deben ahora encargarse, además de su gestión, de construir su perfil y perseverar en el tiempo. Los hechos ya no hablan por sí solos y los medios, como indicábamos anteriormente, juegan un rol indispensable. Así se demuestra en “Política ATP”, un interesante recorrido por el paralelismo entre el cine y las ciencias políticas del politólogo argentino Gustavo Marangoni, cuando utiliza el término mediapolítica: el arte de la discusión, la identidad ideológica y construcción de fuerzas queda subordinada a “la imagen, la celebridad, las emociones y la industria del espectáculo como principales ejes articuladores de esta nueva forma de construcción de lo público”. Al igual que El Show de Truman, los líderes pasan a ser “protagonistas de sus propios reality shows”.
Hay quienes son reacios al cambio de paradigma y consideran que su autoridad es la única fuente de legitimidad, tal es el caso del futuro rey Carlos III quien el próximo 6 de mayo será coronado, pero no puede despegarse de una imagen soberbia producto de hechos como su incidente con el bolígrafo en septiembre de 2022.
Pero también hay otros que por salirse voluntariamente de los estándares establecidos por el público se ven cuestionados, tal como le sucedió a la primera ministra finlandesa Sanna Marin, a quien se la vio en un video en una fiesta privada bailando y bebiendo; su partido salió tercero en las elecciones parlamentarias y varios analistas políticos atribuyen la derrota a este suceso.

¿Qué papel juega la nueva ciudadanía-audiencia en todo esto? Tal como afirma Marangoni, la doxa prima sobre la episteme, y los símbolos se construyen en base a los requisitos de la población, una población no tan atenta ya a la diplomacia de los discursos o su identificación ideológica sino a factores estéticos acordes a la era de la imagen como también pruebas ostensibles de que los representantes tienen valores comunes y son un ciudadano más, o al menos que simulan serlo.
La legitimidad del símbolo podría parecer algo banal, pero puede ser crucial en los momentos más decisivos, tales como la guerra. Podemos recordar en 2003 cuando George W. Bush llegaba al portaaviones ‘USS Abraham Lincoln’ vestido como un piloto de la Fuerza Aérea. Llamaba la atención de los medios la forma en que el uniforme marcaba su entrepierna dándole un aspecto “viril”, factor no desaprovechable en el marco de la guerra en Irak que apenas iniciaba.
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Otro caso es el de la aparición de Volódimyr Zelenzki y su esposa Olena Zelenska en la portada de Vogue en julio de 2022, como también su paso por los Globo de Oro a principios de este año. A pesar de las críticas recibidas ambas fueron formas de consolidar los lazos prexistentes entre la OTAN y Ucrania para así fortalecer la alianza frente a Rusia.
En países con políticas de comunicación más autoritarias y formas de gobiernos autocráticas, los gobernantes pueden prescindir de ese “acercamiento al público”. No obstante, hay veces que se enfrentan a los límites de su autoridad y a los principios de la libre interpretación de su ciudadanía. Eso le sucedió a Xi Jinping, a quien su perfil autoritario e intimidante se vio afectado por una comparación que surgió en las redes de él con Winnie The Pooh, durante su encuentro con Barack Obama en 2013.
Como consecuencias, China aplicó medidas por demás ortodoxas acordes a su estilo y censuró al osito en todo tipo de medio de difusión. En los últimos días, la polémica se recrudeció con el estreno de un bizarro slasher llamado “Winnie the Pooh: Sangre y miel” el cual fue vedado de los cines de Hong Kong, incluso antes de aterrizar.

La democracia de audiencias no es nueva pero lejos de disolverse, parece robustecerse con el advenimiento de las redes sociales en unísono con los medios de comunicación tradicionales. Las primeras garantizan que “el reality shows nunca acabe”. Sin embargo, hay una mutación en el perfil estándar de los gobernantes en las redes que ya no le darían lugar a un Clinton tocando el saxofón o a un Colin Powell bailando la Macarena. Los perfiles de los principales líderes son ahora más bien austeros y sobrios, aunque más que un simple espejo fidedigno en una sociedad mediática, son símbolos que se siguen construyendo con la noción de que la cámara está frente a ellos y que esa es una condición para persistir en una sociedad, no mediática sino, mediatizada.
Más allá de la valoración axiológica del paradigma democrático aún vigente, su reconocimiento permite desarticularlo como una herramienta de manipulación, facilitada cada vez más por los avances tecnológicos, y así poder ser más escépticos ante nuestras reacciones más inmediatas.
Dicho en otros términos, ¿la democracia de audiencias es buena o es mala? Ni una cosa ni la otra, es el resultado de una comunicación masiva e intercultural del cual hace de los medios ya no una institución aislada y reproductora de los hechos en la sociedad sino más bien una parte sustancial de la misma, dando como resultado un ser antropológico nuevo, la audiencia. Queda en ella aprovechar la oportunidad de que ya no es una mera instancia pasiva y receptora y que su identidad ya no es parte de la masa uniforme, sino que su interpretación de los hechos es parte sustancial de la política moderna. Al menos los políticos parecen tenerlo en cuenta.
Axel Olivares (Argentina): Estudiante de Comunicación Social, Universidad Nacional de Cuyo.
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