Ucrania, entre dilemas
Por Santiago Leiva
Las diferencias en Occidente sobre cómo continuar apoyando a Ucrania se hacen cada vez más evidentes. Mientras Francia y el Reino Unido presionan para desplegar tropas en el terreno, Alemania mantiene una postura prudente, aunque avanza en el apoyo militar a Kiev como respuesta a las amenazas de Estados Unidos. Esta parálisis es aprovechada por Moscú, que intensifica su ofensiva mientras juega con la paz.

En este complejo tablero geopolítico, cuatro actores se perfilan como protagonistas por sus intereses estratégicos: Ucrania, Rusia, Estados Unidos y Europa. Para entender el desarrollo del conflicto, es necesario observarlos por separado. Ucrania representa un buen punto de partida, ya que su situación, dentro de todo, es la más predecible. En los últimos meses, Kiev ha transitado desde la expectativa concreta de expulsar a las fuerzas rusas de todo su territorio soberano hacia una postura más pragmática, donde un “cese al fuego” aparece como la opción más realista.
Este viraje refleja una verdad incómoda: Rusia ha conseguido mantener la iniciativa militar en suelo ucraniano durante más de un año y medio. Si bien los avances territoriales han sido modestos —sobre todo en la región del río Dniéper—, la nueva postura de Ucrania se ajusta a lo que ocurre sobre el terreno. A esto se suma un factor decisivo: la continuidad del apoyo militar estadounidense depende en buena medida del rendimiento ofensivo de las fuerzas ucranianas. Sin avances claros, el flujo de ayuda externa podría verse comprometido.
Rusia, mientras tanto, ha evitado de forma sistemática entablar negociaciones directas, aunque insiste en proyectar una imagen de apertura al diálogo. Un ejemplo reciente de esta estrategia fue la invitación a negociar en Estambul, la primera desde los inicios de la invasión. La coincidencia no fue menor: en la misma ciudad se celebraba una reunión de ministros de Relaciones Exteriores de la OTAN. Ucrania aprovechó la ocasión para subrayar lo que considera una constante: la falta de voluntad real del Kremlin para avanzar hacia un alto el fuego.
El resultado de ese episodio jugó a favor de Moscú. Putin rechazó las conversaciones alegando que no cumplían con los protocolos diplomáticos habituales, ya que los encuentros de alto nivel requieren una fase previa de preparación técnica y burocrática. Formalmente, el argumento es válido: los líderes no suelen involucrarse sin antes contar con una base negociadora sólida. Pero, en el fondo, esa respuesta terminó revelando lo que Ucrania quería dejar en evidencia: la disposición rusa al diálogo es más táctica que genuina.

Desde la óptica de Kiev, la situación es lo suficientemente grave como para justificar una cumbre con Putin, e incluso con Trump. El mensaje de Zelensky fue claro: el momento requería decisiones al más alto nivel. Sin embargo, el Kremlin no compartía esa percepción. La ausencia de Putin no solo reflejaba desinterés, sino también una postura calculada. Si este gesto tendrá algún impacto en la postura de la administración Trump —suponiendo que realmente le importe el conflicto— es algo que aún está por verse.
Estados Unidos, segundo actor clave en este escenario, ha mostrado una postura ambigua bajo la administración Trump. En una conferencia reciente, el presidente minimizó la ausencia de Putin, asegurando que no le sorprendía el envío de una delegación rusa de bajo perfil. Luego desvió la atención hacia lo que considera su verdadero logro: una gira por Medio Oriente que, según él, aseguró inversiones por valor de 4 billones de dólares. Para Trump, lo ocurrido en Estambul fue poco más que una nota al pie.
Sin embargo, la realidad es menos decorosa. La administración Trump no ha ubicado la invasión rusa entre las prioridades de su política exterior. Incluso si llegara a declarar que facilitó un entendimiento entre las partes, su interés real parece limitarse a mantener la visibilidad de Estados Unidos en el conflicto, sin asumir los costos políticos, militares o económicos que implicaría empujar hacia una solución concreta.
El corte en el suministro de armas a Ucrania, por ejemplo, no constituye una estrategia de resolución. Es, en el mejor de los casos, una medida que altera el equilibrio militar momentáneamente, pero no resuelve los factores estructurales que bloquean las negociaciones. Para la administración Trump, la atención sigue centrada en inversiones y posicionamiento económico, incluso si eso implica dejar a Ucrania en una situación insostenible sin el respaldo de Occidente.
Europa, por su parte, parece ser —al menos en lo formal— el actor más comprometido con la evolución del conflicto y el apoyo a Ucrania. El llamado “arco diplomático” europeo se activó con fuerza tras una cumbre en Kiev, que reunió a líderes de Polonia, Reino Unido, Francia y Alemania junto al presidente ucraniano. De allí surgió un mensaje contundente: si Moscú no accedía a un alto el fuego incondicional de 30 días, el Parlamento Europeo avanzaría con un nuevo paquete de sanciones contra el Kremlin.
«Ya no hay límites de alcance para las armas que se han entregado a Ucrania. Esto significa que Ucrania puede ahora defenderse, por ejemplo, atacando posiciones militares en Rusia (…) algo que no hacía hace un tiempo, salvo algunas excepciones. Ahora puede hacerlo».
Friedrich Merz, Canciller de Alemania.
Estos esfuerzos pueden considerarse relativamente fructíferos, en la medida en que las sanciones elevan el costo de sostener la guerra, presionando a Rusia a contemplar una negociación más seria. Sin embargo, surge una pregunta central: ¿puede Europa imponer sanciones verdaderamente eficaces? Aunque es factible, el proceso suele ser lento y vacilante. Aplicar sanciones con suficiente capacidad de coerción implica, además, estar dispuesto a levantarlas ante señales concretas de desescalada, lo que, en última instancia, deja a Europa dependiendo de la iniciativa rusa.
La retórica europea hacia Ucrania es más firme que la de Washington, pero las acciones concretas son lo que realmente importa. Si Europa desea diferenciarse de la Casa Blanca, no basta con amenazas diplomáticas ni con debates internos sobre presupuestos de defensa. Bruselas debe avanzar en la imposición efectiva de sanciones y en el suministro de armamento que altere el balance militar a favor de Ucrania.
Los comentarios del canciller alemán, Friedrich Merz, en vísperas de la visita de Zelensky a Berlín el miércoles, podría marcar un giro significativo en la política exterior de Alemania y en el rumbo de la guerra al respaldar abiertamente los ataques ucranianos contra objetivos dentro de Rusia. Este respaldo se enmarca en su compromiso previo de suministrar misiles alemanes de largo alcance a Kiev.
La postura de Merz contrasta con la de su predecesor, Olaf Scholz, quien se negó reiteradamente a enviar misiles Taurus a Ucrania por su capacidad destructiva avanzada. Aunque Merz ha adoptado una política de ambigüedad estratégica respecto a futuras entregas, al estilo de Emmanuel Macron, ha dejado claro que Kiev tiene ahora libertad para usar armamento occidental en ataques de largo alcance contra Rusia.
El momento no es casual. Mientras Moscú juega con la paz, el ejército ruso lanzó más de 900 drones y nueve misiles cruceros contra Ucrania en solo tres días, en el mayor ataque de este tipo desde que comenzó la invasión en 2022. Y, siguiendo con esa retórica, Dmitry Peskov, portavoz de Vladimir Putin, advirtió que la entrega de misiles de mayor alcance podría frustrar cualquier intento de diálogo para resolver el conflicto.
En el plano diplomático, la postura de Merz se produce en un contexto de creciente incertidumbre sobre el compromiso de Estados Unidos con la seguridad de Ucrania, especialmente ante las señales del presidente Donald Trump de distanciarse del conflicto. Esta vacilación ha impulsado a los líderes europeos a buscar un enfoque más coordinado y autosuficiente.
Las divisiones dentro de Europa respecto al futuro del apoyo militar a Ucrania persisten. Mientras Francia y el Reino Unido abogan por una presencia directa de tropas europeas en territorio ucraniano, Alemania se mantiene cautelosa, reflejando la falta de respaldo estadounidense a dicha iniciativa. Mientras tanto, la inercia diplomática favorece a Moscú, que interpreta la pasividad de Occidente como una oportunidad para prolongar su ofensiva sin grandes costos estratégicos. Si la comunidad internacional aspira a cambiar el curso de la guerra, deberá abandonar la ambigüedad y asumir un compromiso firme, no solo con Ucrania, sino con la defensa activa de Occidente.
Santiago Leiva (Argentina): Estudiante de Gobierno y Relaciones Internacionales, Universidad Argentina de la Empresa, y columnista de Diplomacia Activa.