Elecciones como catalizadores de violencia: el caso de Costa de Marfil
Tras una dictadura de cuarenta años, el Estado africano entró en una espiral de violencia en 1990, con sus primeras elecciones democráticas, y desde entonces cada cita electoral va acompañada por protestas populares.

Nadie que haya seguido de cerca los tweets llenos de odio del ahora expresidente Donald Trump y, sobre todo, su reacción a la derrota electoral, se sorprendió demasiado con las imágenes de insurgentes intentando secuestrar la democracia estadounidense en el Capitolio. En sus análisis sobre estos hechos, distintos comentaristas políticos han destacado la ironía de que la consigna de los alborotadores fuera “Save our Democracy!” (Salvemos la democracia) cuando precisamente estos hechos se desencadenaron tras unas elecciones democráticas.
Sin embargo, el asalto al Capitolio se entiende mejor si prestamos atención al extenso historial de conflictos iniciados por unos comicios electorales fuera de los países que reciben más atención mediática. Este incidente es una muestra del potencial de una cita electoral para desequilibrar un país que puede resultar nuevo para aquellos cuya visión de la política internacional excluya al Sur Global (es decir, países con pasados coloniales o en desarrollo). Uno de los casos más destacados en el que elecciones democráticas han sido sinónimo de desestabilización y violencia durante los últimos 30 años ha sido Costa de Marfil.
Del milagro marfileño a la crispación social
La historia de Costa de Marfil es una historia de corrupción en las élites políticas, de las desastrosas consecuencias del colonialismo, de identidades pero, sobre todo, es una historia del fracaso de la democracia como panacea para países con problemas de polarización social. Establecido como país independiente de Francia en 1960, Costa de Marfil estuvo gobernada durante 40 años por el mismo hombre que maquinó la independencia, el dictador Félix Houphouët-Boigny. Bajo su mandato, la economía nacional prosperó a lo largo de los 70 y los 80 con la cosecha del cacao hasta tal punto que al país se le llegó a conocer como el “milagro marfileño” o el “milagro africano”.
La explotación desmesurada de la cosecha de cacao dio paso a la escasez de terrenos de plantación, lo que resultó en un frenazo del progreso económico y, consiguientemente, en el aumento de la crispación social de un pueblo sin pan que empezaba a alzarse contra el dictador. Ante las crecientes protestas contra las políticas económicas y sociales del dictador, Houphouët-Boigny decidió convocar las primeras elecciones de la historia del país en 1990, 40 años después de su independencia.
El principal opositor al longevo mandatario fue Laurent Gbagbo, líder del Frente Popular Ivoriano (FPI). Gbagbo supo leer la tensión social y el descontento contra el Gobierno, y dirigió la mirada de los ciudadanos al creciente flujo migratorio norteño que progresivamente había cultivado una gran parte de las plantaciones de cacao de forma legal bajo el mandato de Houphouët-Boigny. Utilizando las elecciones como un catalizador del descontento social, el líder opositor desplegó una estrategia xenófoba y etnonacionalista, y culpó a la migración de las etnias del norte del país de la escasez de terrenos para plantaciones y del desempleo en el sur. Gbagbo perdió estrepitosamente las elecciones frente al régimen autoritario y no logró rentabilizar su nacionalismo, pero sí plantó la semilla de la irritación que uniría el enfrentamiento étnico a los procesos democráticos hasta nuestros días.

Políticas identitarias y la espiral de elecciones y violencia
Costa de Marfil es un país con más de 50 etnias distintas registradas, profundamente marcado por una división norte-sur. Mientras que las regiones del norte están pobladas por etnias empobrecidas y mayoritariamente musulmanas, el sur es el motor económico del país y su religión mayoritaria es el cristianismo. Simultáneamente, el país recibe abundante inmigración procedente de Burkina Faso por el norte. El enfrentamiento por el poder y los recursos económicos entre etnias iniciado por las elecciones de 1990 dio paso a una oleada de políticas identitarias que perviven hasta el día de hoy.
En esta línea, los partidos políticos y sus líderes no aspiran a representar a los habitantes de Costa de Marfil, sino a sus grupos étnicos. A través de consignas etnonacionalistas, cada grupo reivindica su derecho al acceso a los escasos recursos del país y, en muchos casos, niega el derecho a la igualdad socioeconómica del resto. Entre estas políticas identitarias, destaca la doctrina supremacista de la “Ivoirité” ideada por Konan Bédié, sucesor de Houphouët-Boigny tras la muerte del dictador en 1993, consistente en la pureza de sangre de los “verdaderos marfileños”, los marfileños del sur, arrebatando a los millones de migrantes del norte del país su condición de ciudadanos marfileños y, por tanto, del derecho a explotar tierras.

La politización de las identidades étnicas y la polarización de los recursos económicos sembraron dudas sobre los procesos electorales y condujo al boicot de las elecciones presidenciales de 1995 por parte de la oposición. Lejos de conseguir la estabilización que se podría esperar de unas elecciones democráticas, las elecciones trajeron más enfrentamiento ante las acusaciones de invalidez de los resultados, y condujeron a un violento golpe de estado militar en 1999.
La junta militar, instaurada como gobierno temporal, cedió a las presiones políticas (en gran parte, procedentes de Francia y Naciones Unidas) y convocó unas elecciones en el 2000. Las ganó Gbagbo, el principal opositor del fallecido dictador y pionero en el uso de las elecciones para promover el enfrentamiento étnico. Su victoria dio lugar a protestas civiles masivas de ciudadanos del norte del país. Los protestantes no solo denunciaron la opresión sufrida por su origen étnico, sino que también calificaron los resultados electorales como ilegítimos ya que su representante, Alassane Ouattara, no pudo presentarse a los comicios debido a las leyes electorales diseñadas siguiendo la doctrina de la “Ivoirité”. A pesar de las voces que pedían el abandono de la polarización, Gbagbo continuó con la opresión y aplacó las protestas con una violencia desmesurada que causó al menos 40 muertos y varios centenares de heridos.

El uso continuado desde 1990 de las elecciones democráticas como arma arrojadiza entre grupos étnicos y el consiguiente desgaste de la credibilidad de los procesos democráticos, desembocó en un resultado que no sorprendió a nadie. En 2002 el norte del país se alzó contra el Gobierno, dando inicio a la primera Guerra Civil de Costa de Marfil. Duró cinco años y cosechó alrededor de 2000 muertes cuantificadas, la mayoría de civiles. Desde el fin de la guerra civil, todas las elecciones celebradas en el país marfileño han ido acompañadas de violencia y muerte debido a unas tensiones étnicas que se aferran y definen al tejido social de Costa de Marfil.
Por supuesto, si hubo una llamada primera guerra civil es porque hubo una segunda. En 2011, unas nuevas elecciones marcadas por el desgaste de las instituciones democráticas y la negación de Gbagbo a aceptar su derrota desataron la Segunda Guerra Civil de Costa de Marfil, que duró apenas tres meses. La guerra terminó con Alassane Ouattara en el poder hasta el día de hoy, aunque las tensiones y la discriminación étnica son incesantes. Las últimas elecciones del país, en noviembre de 2020, no estuvieron exentas de violencia y se cobraron alrededor de 100 vidas en protestas contra una tercera (y por tanto, anticonstitucional) legislatura de Alassane Ouattara.

Décadas de hegemonía de Occidente y su producto estrella, la democracia liberal, han vendido los procesos democráticos de países en desarrollo como una promesa de progreso social y prosperidad económica. Al mismo tiempo, la visión arrogante de Occidente sobre el Sur global ha contribuido a tomar incidentes y conflictos relacionados con los procesos democráticos sucedidos en el continente africano como anomalías y sucesos completamente ajenos. Todo esto tiene como resultado que, en una parte del planeta, se dé por sentada la perdurabilidad de la democracia y aún nos sorprenda que unas elecciones en un país desarrollado puedan desembocar en un intento de golpe de estado.
Si las élites políticas deciden utilizar las elecciones para polarizar a la sociedad, lo que en muchos países denominamos la “fiesta de la democracia” puede convertirse precisamente en lo contrario: un instrumento desestabilizador capaz de dinamitar la democracia desde dentro. La historia de Costa de Marfil no es única y otros casos (como las elecciones de 2007 en Kenia) nos ayudan a comprender lo ocurrido en Washington DC hace unas semanas. Por supuesto, los contextos de ambos países son distintos, pero la polarización social y el descrédito democrático son el denominador común en estas historias de violencia tras una cita electoral.
Las elecciones presidenciales por sí solas no provocaron el golpe de Estado fallido en EE. UU., sino que añadieron el ingrediente explosivo a un brebaje enriquecido durante años de polarización y desinformación de la administración de Trump. La espiral de violencia en Costa de Marfil debida al uso de los procesos democráticos para enfrentar a la ciudadanía es un aviso de que no debemos tomar por sentada nuestra democracia y de la necesidad de cuidar la cohesión social para que titulares como los del asalto al Capitolio no vuelvan a sorprendernos.
Jose Baco: Graduado en Relaciones Internacionales por la University of York.
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