Ladrones de vainilla: el costo de aromatizar el mundo
A pesar de las millonarias ganancias que la cosecha de vainilla de alta calidad ha producido en Madagascar, ¿puede revertirse la inseguridad, la pobreza social y el impacto ambiental negativo que la producción dejó como consecuencia?

Amamos la vainilla. Característico de muchos postres, es uno de esos sabores que consideramos esenciales para endulzar nuestras comidas. Contiene un suave y delicado aroma que perfuma y armoniza diferentes ambientes e incluso sirve como componente de muchas fragancias corporales.
Particularmente he descubierto que me encanta la vainilla. Hace unos meses adquirí en un modesto supermercado una vela con su aroma y desde entonces todos los días la enciendo en mi habitación incorporando este detalle como parte de mi ritual de escritura. El delicioso aroma que desprendía su llama me dejó tan encantada que ya he planeado comprar más. Sin embargo, mientras prendía mi preciada velita para desarrollar el creativo proceso de redacción, descubrí también que la industria productora de la vainilla natural (porque obviamente mi velita es 100% artificial) contiene un complejo trasfondo cuyo origen se encuentra en Madagascar.
LA ISLA OLVIDADA
Ubicada en el Océano Índico, Madagascar es la cuarta isla más grande del mundo con una población de más de 26 millones de habitantes. Lo poco que conocemos de este país se relaciona con coloridos animales animados danzantes en playas paradisíacas, un hecho que, detrás del telón de espectáculos y aplausos, oculta la verdadera realidad malgache.

Obtuvo su independencia de las colonias francesas en el año 1947 y desde entonces, al igual que muchos países africanos, la construcción de su historia ha estado atravesada por una profunda inestabilidad política y social caracterizada por la fragmentación ideológica, la discriminación étnica, la corrupción estatal, desastrosas condiciones económicas y la dificultad para acceder a servicios básicos como la salud y la educación. El país fue víctima de un golpe de Estado en el año 2009 que desató una ola de violencia como consecuencia de la desesperación y la pobreza. Aunque la democracia fue restaurándose poco a poco, lo cierto es que incluso los gobernantes elegidos en los últimos años fueron calificados de corruptos por los ciudadanos.
A pesar de la gran cantidad de recursos que posee, la persistente inestabilidad política y económica imposibilitó el crecimiento de la isla. En la actualidad, un 70% de la población malgache vive bajo el umbral de la pobreza sobreviviendo con menos de 2 dólares por día y casi el 50% de los niños menores de 5 años padece de desnutrición. Más de la mitad de los habitantes —un 67% para ser más precisos— vive de la agricultura, actividad que se ha visto devastada en varias oportunidades por el fenómeno de ciclones característico de la región. A su vez, claro está, que esto impacta directamente en la economía haciendo cada vez más difícil su desarrollo.
Sin embargo, y a pesar de estos alarmantes números, lo cierto es que Madagascar no es lo suficientemente pobre como para recibir ayuda internacional que sustente la emergencia alimentaria en la que se encuentra. ¿Por qué? La respuesta es muy simple: la isla no representa una amenaza a los intereses de las grandes potencias ya que no hay terrorismo ni desarrollo armamentístico como para competir con el resto del mundo. Tampoco tiene una importancia geopolítica, más que sus recursos naturales como los minerales que son extraídos gracias al trabajo infantil. La explotación de mica (mineral utilizado en la industria eléctrica, de automóviles y hasta cosméticos), por ejemplo, se desarrolla gracias a las paupérrimas condiciones de vida de los pobladores, lo que obliga a los niños a abandonar la escuela y tomar estos trabajos. Además, no presenta problemáticas fronterizas con otros países y sus refugiados, lo que hace que sus necesidades sean poco urgentes y completamente olvidadas.
Si bien la república malgache se encuentra última en la lista de prioridades de las organizaciones internacionales caracterizadas por su “transparente altruismo”, la explotación de los recursos naturales del lugar se encuentra a la orden del día. Al igual que la mica, cuyo proceso de producción y venta encarece paulatinamente su precio hasta el momento de su exportación, la cosecha de la vainilla presenta un trasfondo que hace cada vez más evidentes las desigualdades económicas y sociales.

ROBAR PARA ENDULZAR LA VIDA
El 80% de la vainilla natural del mundo se produce en el noreste de Madagascar en la región de Sava. Para el año 2018 su precio era tan alto que su valor era más preciado que el de la plata. Mientras que en el año 2013 un kilo valía 50 dólares, la creciente demanda del producto en Occidente para fragancias y cosméticos alzó su precio hasta llegar a los 600 dólares en 2017 y aunque ese mismo año el ciclón Enawo destruyó la cosecha, el precio no disminuyó demasiado. De hecho, en 2018 se vendieron 1.600 toneladas que dejaron una ganancia de 680 millones de dólares. No obstante, lo que a primera instancia podría asumirse como buenas noticias para el país, se debe a esta exigente demanda las consecuencias que podrían dificultar el constante ritmo de su producción y venta.
La cadena de producción de esta planta tiene tres personajes principales: el agricultor, el intermediario y el exportador. Desde que se cultiva hasta que se exporta, cada vendedor impone su valor agregado aumentándolo hasta que el valor final se convierta en el precio al que la vende en el mercado internacional.
Al agricultor le toca el trabajo más difícil y, por supuesto, la peor paga. El proceso de cultivo puede durar entre 3 y 4 años dando como producto una orquídea que florece sólo un día al año y es fértil durante ocho y doce horas. Esta flor debe ser polinizada para dar lugar a sus frutos y fertilizada de manera inmediata. Debido a este poco tiempo, el proceso de polinización se realiza de forma manual con una pequeña aguja de madera –método que fue descubierto por un niño de la isla de la Reunión en el siglo XIX–. Como producto, se obtienen judías verdes que contienen las semillas con el aroma característico, todas envueltas en una película aceitosa. Se necesitan aproximadamente 600 flores polinizadas para producir un kilo de vainas o judías de vainilla, lo que hace que este proceso sea muy sacrificado.
Cuando las vainas maduran lo suficiente, se buscan compradores y, una vez alcanzada su venta a los comerciantes intermediarios, estos buscarán a su vez nuevos clientes a quienes venderles el producto a un precio aún más alto. Muchos de ellos logran establecer relación con grandes empresas internacionales y exportadores que les pagan por anticipado con el objetivo de presionar para obtener la cantidad y calidad de vainilla que necesitan para su propia producción; y es ahí cuando comienzan los problemas.
A diferencia de los agricultores cuyas ganancias solo les permite subsistir, el precio al que los intermediarios venden la vainilla les ha dado suficiente dinero como para mejorar sus condiciones de vida, desde cambiar sus hijos de colegio hasta obtener un televisor para su hogar. Con su venta, su vida se vuelve más dulce considerándose a algunos “vaillonarios”. Sin embargo, estos comerciantes se han visto involucrados en gran cantidad de robos y crímenes para alcanzar sus riquezas, los cuales han terminado con el asesinato de ladrones o de agricultores que intentaban proteger sus cosechas. Los cultivadores cuentan en su terreno con personal armado (precario claro, ya que no se tratan de terrenos dominados por el cartel de Escobar), para protegerse de estos saqueadores. Muchos de ellos se ven en la necesidad de tomar lo que no les pertenece en un intento de cumplir con la cantidad que le prometieron a grandes empresas.
Este problema ha dejado en evidencia varios factores que muestran la verdadera realidad malgache, entre ellos la debilidad institucional y la falta de transparencia por parte de los efectivos policiales, quienes poca justicia hacen en favor de los agricultores afectados por los robos. Además, esto ha generado que luego de la cosecha se busquen inmediatamente compradores sin darle tiempo de maduración a las vainas, por lo que muchas veces el producto de alta calidad se termina perdiendo por temor a ser víctima de los ladrones. En consecuencia, se generan grandes pérdidas a los trabajadores que se debaten entre el temor de perder la excelencia de sus cultivos y la vida defendiendo sus tierras.
Por otro lado, para que pueda seguirse produciendo la vainilla en grandes cantidades tuvo que prepararse el terreno. Gran cantidad de bosques fueron incinerados para que pudiesen cultivarse sus plantaciones terminando con el hogar de los lémures —animal característico del lugar— que se encuentran en peligro de extinción. Además de perjudicar al ecosistema natural de la región, sucedió que las perfectas condiciones en las que crecía la planta desaparecieron con la destrucción de los bosques que ofrecen un ambiente de humedad y precipitación ideal para su desarrollo, lo que repercute en la calidad de la vainilla a la hora de venderla a un alto precio.
EL AROMA DE LA RIQUEZA
Si bien menos del 1% de la vainilla del mundo proviene de vainas naturales, la nueva moda de consumo sano de productos con su extracto 100% natural en cosméticos, fragancias y comestibles, nos plantea una realidad que muchos ignoramos debido a la falta de visibilidad de los problemas a los que se enfrenta la isla.

En un intento por aumentar sus riquezas y salir de la pobreza, los malgaches se han visto involucrados en una ola de violencia por las codiciadas vainas. Su sacrificado proceso de cultivo que lleva años de trabajos para los agricultores, ha logrado incrementar las ganancias brutas del Estado. Pero cuando hablamos de saldar las desigualdades sociales y de promover un desarrollo sustentable para todos los países del mundo, tal como lo plantea la Organización de las Naciones Unidas, Madagascar queda última en la lista de prioridades de implementación de políticas que ayuden a su crecimiento económico y social.
Gobernados por corruptos que solo se concentran en la acumulación de las riquezas y con empresas y comerciantes que obtienen sus ganancias a costa del trabajo de gran cantidad de agricultores, la población se ve cada vez más empobrecida y lejos de disminuir la brecha de desigualdad.
Aunque los números que aumentan el caudal del dinero dan dulzura al exportador, a las empresas y a los consumidores finales, hemos de preguntarnos: ¿seríamos nosotros capaces de experimentar el sabor amargo de los agricultores que aromatizan nuestra vida?
Ana Paula Collado (Argentina): Lic. en Relaciones Internacionales, Universidad de Congreso.