Reescribiendo la Historia: negociar con terroristas

Por Agustín Bazán
El reciente acuerdo entre Israel y Hamas pone de relieve una realidad incómoda pero necesaria: en ciertos contextos, negociar con actores violentos no es un acto de debilidad, sino una herramienta indispensable para detener la violencia, proteger vidas y construir un orden político duradero.

La noticia que por estos momentos sacude la agenda internacional, y que ciertamente obligará a reescribir manuales de política y de diplomacia, es el anuncio de que Israel y Hamas acordaron la primera fase de un plan de cese del fuego propuesto por la administración del Presidente Donald Trump.
Este plan contempla intercambio de secuestrados por Hamas y detenidos por Israel, repliegue de tropas, reapertura de pasos humanitarios y principalmente la devolución de todos los rehenes restantes que fueron secuestrados por el grupo terrorista Hamas.
Este acuerdo, diseñado y mediado principalmente por los Estados Unidos, no constituye simplemente un alto el fuego técnico. Representa, en cambio, la ratificación práctica de una idea tan incómoda como inevitable para muchos gobiernos y sociedades: que negociar con actores calificados como “terroristas” puede ser legítimo y necesario cuando el propósito exclusivo es poner fin a la violencia y restituir la paz.
Para comprender en profundidad este complejo tema, es necesario plantear tres tesis concretas: La primera: determinar si la negociación con organizaciones terroristas puede ser, en sí misma, una herramienta política legítima cuando su único propósito es la reducción del daño y la construcción de un orden político más estable. La segunda: verificar en la práctica histórica si alguna negociación de este tipo ha logrado resultados efectivos y sostenibles.
Y la tercera tesis, quizás la más realista, consiste en reconocer que, por más alentador que resulte un acuerdo de paz entre el Estado de Israel y el grupo terrorista Hamas, éste representa solo el paso inicial hacia una paz duradera. En consecuencia, su estabilidad dependerá de factores aún inciertos y podría pender de un hilo durante largo tiempo, hasta alcanzarse una solución verdaderamente definitiva.

Un enemigo difuso en la mesa de negociación
La condena moral del terrorismo es unánime. Sin embargo, la historia diplomática demuestra que la condena moral y la respuesta política no son incompatibles con la negociación. Diversos autores y protagonistas del diálogo con actores violentos han advertido que la negativa a conversar suele prolongar los conflictos y multiplicar el sufrimiento.
Jonathan Powell, negociador clave en el proceso norirlandés y jefe de gabinete del primer ministro británico Tony Blair, sostiene de manera sistemática que “no hablar con organizaciones violentas condena a la sociedad a nuevas olas de violencia”, ya que los grupos terroristas intensifican sus acciones para forzar una línea de comunicación.
En esa línea, abrir canales de diálogo no implica legitimación automática, sino que puede ser una condición necesaria para desactivar la violencia y administrar concesiones políticas complejas(Council on Foreign Relations, 2019).
Por su parte, Audrey Kurth Cronin, investigadora del United States Institute of Peace, sintetiza la evidencia empírica en su informe “When Should We Talk to Terrorists?”, las probabilidades de que un grupo terrorista entre en negociación aumentan con el tiempo y con el agotamiento de su capacidad de sostener la violencia.
Cronin advierte, no obstante, que la negociación no es una solución mágica, dado que sólo una fracción de los grupos terroristas logra mantener acuerdos sostenibles, dado que internamente suele ocurrir que ciertas facciones se opongan a negociar con los Estados y actúen por su cuenta como células. Finalmente, Cronin advierte que la clave del éxito radica en el diseño institucional posterior, los mecanismos de desarme, reintegración, justicia y seguridad que garanticen el cumplimiento del acuerdo.

El ejemplo histórico: un buen punto de partida
Como ya se ha explorado anteriormente, en determinados casos, negociar con terroristas no es necesariamente un acto de debilidad, sino que puede convertirse en la única vía racional hacia la paz. El proceso norirlandés, que culminó con el Acuerdo del Viernes Santo de 1998, desactivó décadas de violencia del IRA e institucionalizó un gobierno compartido en Belfast, dando fin a atentados, asesinatos y al temor generalizado de la población de la región.
En Colombia, el pacto de 2016 entre el Estado Colombiano y las FARC permitió el desarme de la insurgencia y su transición a la vida política, con acompañamiento de Naciones Unidas y garantes internacionales. Más recientemente, en Filipinas, el acuerdo con el Frente Moro de Liberación Islámica en 2014 consolidó una autonomía política que redujo drásticamente la violencia en Mindanao.
En todos los casos, la negociación funcionó no por ingenuidad moral, sino por la construcción de instituciones capaces de absorber la violencia dentro del orden político y transformarla en participación legítima. Además, estos procesos muestran que la paz no es un resultado automático, sino un proceso gradual que requiere monitoreo constante, compromisos verificables y mecanismos de implementación sólidos.
La participación de mediadores internacionales, la creación de sistemas de justicia transicional y la reintegración de excombatientes fueron factores clave que permitieron sostener los acuerdos en el tiempo y consolidar la confianza de las poblaciones afectadas.
Así, la historia demuestra que incluso actores previamente considerados irreductiblemente violentos pueden convertirse en socios de la paz cuando se diseñan condiciones políticas, sociales y legales claras, ofreciendo lecciones estratégicas para contextos contemporáneos como el de Israel y Hamas.

La fragilidad de la paz: más allá del acuerdo inicial
Incluso cuando un acuerdo de paz se alcanza con éxito, la paz no se consolida automáticamente. La experiencia histórica enseña que los tratados iniciales representan solo el primer paso en un proceso complejo, que puede permanecer frágil durante años o incluso décadas. Las violencias latentes, la desconfianza histórica entre las partes y la presión de facciones internas que rechazan el pacto son factores que pueden poner en riesgo cualquier avance logrado.
En el caso de Israel y Hamas, aunque la primera fase del plan de cese del fuego y la devolución de rehenes constituyen un logro tan significativo como esencial, la estabilidad de esta paz dependerá de la continuidad del diálogo, de la gestión política de ambos gobiernos y de la respuesta de la comunidad internacional.
Este patrón se refleja en procesos históricos: en Colombia, la transición de las FARC requirió años de reintegración y consolidación territorial; en Irlanda del Norte, la desconfianza entre comunidades persistió décadas después del Acuerdo del Viernes Santo; y en Filipinas, la implementación de la autonomía en Mindanao demandó reformas institucionales sostenidas y vigilancia constante.
Es para ello que se instruyen veedores internacionales que son los que deben velar por el cumplimiento de los puntos acordados en el acuerdo y a su vez, dada la importancia de dar fin a las hostilidades en la región, varios estados supervisarán de lleno el cumplimiento del acuerdo.
De hecho, en el acuerdo uno de sus incisos remarca “…Con la liberación de todos los rehenes por parte de Hamás, Israel liberará a un número similar de prisioneros palestinos según las listas adjuntas. El intercambio de prisioneros y rehenes se llevará a cabo de acuerdo con el mecanismo acordado a través de mediadores y del Comité Internacional de la Cruz Roja, sin ninguna ceremonia pública ni cobertura mediática.” y otro, “Se formará un grupo de trabajo, integrado por representantes de Estados Unidos, Catar, Egipto, Turquía y otros países acordados por ambas partes, para supervisar la aplicación del acuerdo”. Esto respalda lo planteado respecto a la importancia que se le da a poder establecer la paz perdurable entre el grupo terrorista y el Estado de Israel.
La negociación con actores violentos puede detener la violencia inmediata y abrir canales hacia la paz, pero solo un seguimiento riguroso, combinado con estructuras políticas y sociales sólidas, puede garantizar que los avances iniciales se traduzcan en paz duradera.
La historia demuestra que la paz es un proceso, no un evento, y que cada acuerdo es tanto un logro como una responsabilidad a mantener. En suma, negociar con un grupo terrorista solo se justifica cuando el objetivo es lograr la paz y la construcción de un orden político estable, lo que equivale a decir que negociar como gesto cosmético o para obtener legitimidad política, sin resultados prácticos y verificables, es no sólo inútil, sino peligroso y contraproducente.

Agustín Bazán (Argentina): Licenciado en Recursos Navales para la Defensa y Maestrando en Defensa Nacional, Universidad de la Defensa Nacional (UNDEF), Oficial de carrera de la Armada Argentina, estudiante avanzado de la Licenciatura de Relaciones Internacionales y columnista de Diplomacia Activa.
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