Repensar la seguridad: Buzan y la Escuela de Copenhague

Por Estanislao Molinas
La noción de seguridad internacional transitó un largo camino: de los paradigmas estatocéntricos tradicionales a los enfoques críticos actuales, que exploran sus dimensiones social, humanitaria, discursiva y ambiental. La Escuela de Copenhague, con Barry Buzan y Ole Wæver a la cabeza, aportó un marco teórico central para cuestionar y comprender el proceso de securitización.

El concepto de seguridad es objeto de disputas en el ámbito académico y político. Su significado varía según quién lo enuncie, dónde se aplique y en qué contexto histórico se inserte. La literatura demuestra que actores tan diversos como personas, grupos, estados y organizaciones internacionales entienden la seguridad de manera diferente y la utilizan para promover sus propios intereses. Las preguntas centrales —¿quién determina qué es la seguridad?, ¿a quién beneficia?, ¿qué temas se incluyen o excluyen?, ¿cómo se abordan las amenazas?— ponen de manifiesto la dimensión política del término. Estas interrogantes cobran aún más relevancia en un contexto de globalización y desterritorialización en el que surgen nuevas amenazas, aparecen actores distintos al Estado y se difuminan los límites entre lo nacional y lo internacional.
Desde la última década del siglo XX, la proliferación de enfoques críticos se ha propuesto cuestionar las “esencias” de la seguridad, deconstruir las narrativas dominantes y reimaginar el concepto en términos más incluyentes y sostenibles. En este contexto surge la Escuela de Copenhague, un conjunto de investigadores (pertenecientes al Instituto de Investigación para la Paz de Copenhague) que pretende explicar cómo determinados problemas se convierten en amenazas existenciales y qué implicaciones tiene ello para la política internacional.
Desde una perspectiva histórica, la seguridad no es un concepto reciente. Ya en los planteamientos filosóficos-antropológicos de Hobbes, Kant y Grocio se apreciaba la preocupación por la existencia física y moral de las comunidades, el orden interno y la creación de reglas para mantener la paz. Hobbes veía la seguridad como la garantía de existencia física y la estabilidad social que permite disfrutar de una vida libre de amenazas; Kant la concebía como la competencia central del Estado y fundamento para garantizar los derechos inalienables de los ciudadanos; Grocio, por su parte, asumía que la convivencia internacional no se reduce al conflicto o la armonía absoluta, sino que requiere zonas de estabilidad y reglas de respeto mutuo.
Posteriormente, el Realismo Clásico rescató esa tradición hobbesiana, ubicando al Estado soberano como actor central y confiando en el poder militar para preservar la integridad territorial. La Guerra Fría reforzó esa visión estatocéntrica: durante décadas se pensó que la seguridad se reducía a evitar la agresión armada y proteger la supervivencia del Estado. Sin embargo, los acontecimientos del último tercio del siglo XX demostraron las limitaciones de ese modelo.

Para avanzar en esa dirección resultaba necesario definir la seguridad de manera más amplia. Los textos de Orozco (2006) rescatan una “definición canónica” elaborada por la Escuela de Copenhague en la que la seguridad se entiende como el estado de estar libre de amenazas y ser capaz —sean los Estados o las sociedades— de mantener su independencia en lo que se refiere a su identidad y su integración funcional frente a fuerzas de cambio consideradas hostiles. Esta definición permitió trascender el enfoque exclusivamente militar y considerar la seguridad desde cinco sectores: militar, político, económico, societal y ambiental.
En este marco, la seguridad militar se refiere tanto a la capacidad ofensiva y defensiva del Estado como a sus percepciones sobre las intenciones de otros Estados; la seguridad política atañe a la estabilidad organizacional, al sistema de gobierno y a las ideas que legitiman el poder; la seguridad económica concierne al acceso a recursos, financiación y mercados necesarios para sostener el bienestar y el poder estatal; la seguridad social se relaciona con la capacidad de las sociedades para reproducir sus tradiciones, lengua, cultura, religión e identidad nacional; finalmente, la seguridad ambiental alude al mantenimiento de la biosfera local y planetaria, de la que dependen todas las actividades humanas.
La Escuela de Copenhague, ya anteriormente mencionada, surge de un grupo de investigadores asociados al Instituto de Investigación para la Paz de Copenhague que, a mediados de la década de 1980, desarrollaron estudios pioneros sobre la seguridad europea. Este término, fue acuñado por Bill McSweeney en 1996 y se consolidó como etiqueta para un conjunto de académicos —entre ellos Barry Buzan, Ole Wæver y Jaap de Wilde— que compartían un enfoque innovador sobre la seguridad.
Desde una perspectiva sociológica, la escuela se caracteriza por dos rasgos: primero, su origen europeo a diferencia de las teorías hegemónicas producidas en universidades norteamericanas; segundo, su ambición de ofrecer un paradigma comprehensivo para estudiar la seguridad en un sistema internacional en transformación. La Escuela se consolidó como centro de pensamiento que elaboró nuevos conceptos y herramientas analíticas, entre ellas la teoría de los complejos de seguridad regional, la idea de securitización y la relación entre discurso y seguridad. La repercusión de sus tesis obliga a tener presentes las obras de Buzan, Wæver y Møller para entender los debates actuales en los estudios de seguridad.
Uno de los aportes más conocidos de la Escuela de Copenhague es la teoría de la securitización. En contraposición a las perspectivas materialistas, que conciben la seguridad como respuesta a amenazas objetivas, esta teoría sostiene que la seguridad es un acto de discurso: un tema se convierte en asunto de seguridad cuando un actor relevante lo formula como amenaza existencial y logra que una audiencia acepte que se justifica la adopción de medidas extraordinarias. La securitización es, por tanto, un proceso performativo en el que intervienen emisores, audiencias y contextos. Orozco (2006) subraya que la securitización pretende conferir a un problema un estatus que legitima la ruptura de las reglas normales del juego político.
El actor securitizador (gobierno, líder político, medios de comunicación) enmarca un fenómeno —por ejemplo, la migración, el narcotráfico o una pandemia— como amenaza a la supervivencia de un ente (Estado, sociedad, humanidad). La audiencia debe aceptar ese encuadre para que el proceso sea exitoso; de lo contrario, se habla de movimiento de securitización sin securitización efectiva. La violación de normas y derechos se justifica en nombre de la neutralización de la amenaza. Por eso, advierten los autores de la Escuela de Copenhague, es necesario manejar el concepto con cautela y ser conscientes de su poder político: una securitización puede legitimar medidas excepcionales que afecten libertades civiles o derechos humanos.
El análisis de la securitización se complementa con la teoría de los complejos de seguridad regional (Regional Security Complex Theory, RSCT), que surge de los debates de la intra-Escuela de Copenhague. Frente a las interpretaciones globalistas que enfatizan la interdependencia, la RSCT destaca que las dinámicas de seguridad se configuran de manera desigual en diferentes regiones. Un complejo regional es un conjunto de estados cuyas preocupaciones de seguridad están tan interrelacionadas que no pueden analizarse separadamente; los problemas y amenazas se transmiten dentro de la región y se explican mejor en ese nivel intermedio entre lo nacional y lo global. Orozco (2006) explica que esta teoría encuadra los objetos de referencia en las dinámicas del mundo posguerra fría y ofrece un marco específico para estudiar los diversos problemas que enfrenta la seguridad en la geopolítica internacional.
Aun cuando la Escuela de Copenhague se presenta como parte de los enfoques críticos, sus aportes conviven y dialogan con otras corrientes. La seguridad humana, originada en la década de 1990, desplaza el foco del Estado y lo coloca en las personas, resaltando que las amenazas a la vida cotidiana —pobreza, enfermedad, violencia de género— a menudo provienen del propio Estado o de actores no estatales. Las perspectivas poscoloniales y feministas denuncian el sesgo eurocéntrico y masculino de la teoría de relaciones internacionales y reclaman incluir las experiencias de los pueblos del sur global y de las mujeres en la agenda de seguridad. El posestructuralismo se concentra en el análisis de discursos y su relación con el poder, subrayando que la seguridad no es un hecho, sino una construcción social que refleja relaciones de dominio. La “escuela de Aberystwyth” o Critical Security Studies combina elementos de la teoría crítica de Frankfurt con una preocupación ética por emancipar a los sujetos oprimidos.
Estas corrientes comparten la idea de que la seguridad es una práctica de exclusión y deben cuestionarse sus supuestos básicos. Tickner (2020) recuerda que estas aproximaciones han cobrado relevancia porque cuestionan las suposiciones convencionales, desnaturalizan el modelo estatocéntrico y buscan transformar el status quo. En el espectro de estudios críticos, la teoría de la securitización ocupa una posición intermedia: amplía la agenda y ofrece un análisis discursivo, pero no necesariamente adopta la perspectiva emancipadora de los enfoques más radicales.
Las implicaciones políticas de la securitización son profundas. Considerar que la seguridad es un acto discursivo implica reconocer el poder de los discursos para ordenar prioridades, desplazar recursos y suspender derechos. La agenda de seguridad de un Estado puede incluir problemas como la migración o las drogas no porque representen un peligro objetivo, sino porque se los construye como amenazas existenciales que exigen respuestas extraordinarias. La aceptación acrítica de estos discursos puede legitimar prácticas de exclusión, discriminación o militarización de la vida cotidiana. Por ello, la escuela advierte sobre la necesidad de desecuritizar ciertos temas; es decir, devolverlos al debate político normal para tratarlos mediante políticas ordinarias y no mediante medidas excepcionales. Esta propuesta conecta con los enfoques críticos que buscan evitar que la seguridad sirva de pretexto para violar derechos humanos.

La incorporación de la perspectiva humana recuerda que la seguridad no puede desvincularse de la dignidad y el bienestar de las personas. El feminismo, al señalar que las mujeres experimentan la violencia de manera diferente, obliga a repensar las amenazas y las políticas desde una perspectiva de género. El poscolonialismo denuncia la invisibilización de las experiencias del Sur global y llama a descolonizar los conceptos y las prácticas de la seguridad. El posestructuralismo, a su vez, ofrece herramientas para desmontar las narrativas hegemónicas y visibilizar cómo el discurso produce realidades. En este cruce de saberes, el aporte de Buzan funciona como puente entre el análisis estructural y la crítica discursiva. Su insistencia en conectar los niveles de análisis y en reconocer la multidimensionalidad de la seguridad sirve de base para un diálogo fructífero entre las distintas escuelas.
En síntesis, la Escuela de Copenhague y específicamente los aportes de Barry Buzan constituyen un hito en la evolución de los estudios de seguridad. La ampliación del concepto de seguridad a los sectores militar, político, económico, societal y ambiental; la teorización de la securitización como acto discursivo; la identificación de complejos de seguridad regionales y la reflexión sobre los niveles de análisis han dotado a la disciplina de herramientas para comprender un mundo cada vez más complejo. Su enfoque cuestiona el exclusivismo estatal, evidencia la naturaleza política de la seguridad y abre la agenda a problemas que antes se ignoraban. Al mismo tiempo, su diálogo con otras corrientes críticas sugiere que ninguna teoría puede monopolizar la comprensión de la seguridad; más bien, se requiere un enfoque plural y reflexivo que reconozca la diversidad de amenazas y referentes y que esté atento a las implicaciones éticas de las políticas de seguridad. En América Latina y el mundo, estas ideas ofrecen claves para desarmar discursos alarmistas, fomentar políticas inclusivas y construir una seguridad que no sacrifique la libertad en nombre del miedo.

Estanislao Molinas (Argentina): Estudiante avanzado en Relaciones Internacionales, Universidad Católica de Santa Fe, y columnista en Diplomacia Activa.
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