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Las fuerzas armadas como herramienta de política exterior

Por Agustín Bazán

Se le atribuye a Henry Kissinger la frase: “Un portaaviones representa 100.000 toneladas de diplomacia”. Esta afirmación resulta particularmente acertada al analizar cómo, a lo largo de la historia, imperios y Estados han utilizado su poder militar para forzar negociaciones, proteger intereses vitales y alcanzar objetivos estratégicos en el ámbito internacional.

Existen numerosos ejemplos del empleo del instrumento militar como mecanismo de presión diplomática. Uno de los más antiguos es el bloqueo naval, una estrategia diseñada para desabastecer ciudades clave y obligar a sus autoridades a negociar o rendirse ante la potencia atacante. Un caso emblemático es el Bloqueo Naval de Montevideo (1814). Otro ejemplo es la utilización de la fuerza para destrabar negociaciones estancadas, como sucedió en la «Operación Thunderbolt» (1976), cuando Israel rescató a 256 rehenes secuestrados en un avión de Air France y retenidos en Entebbe, Uganda.

Asimismo, algunas naciones despliegan flotas y tropas en regiones de interés estratégico como parte de su política exterior. No es inusual que, en tiempos de tensión diplomática, los medios informen sobre ejercicios militares conjuntos entre Estados con el fin de demostrar capacidad de disuasión y respaldo a sus intereses geopolíticos.

Ahora bien, un análisis más profundo sobre el empleo del poder militar en la política exterior plantea interrogantes fundamentales: ¿Por qué sigue siendo una práctica viable en el siglo XXI? ¿El Derecho Internacional lo permite? ¿Qué nos depara el futuro en un sistema internacional cada vez más volátil y competitivo?

Realismo y la justificación del uso de la fuerza

Hans Morgenthau afirmó en Politics Among Nations que “la política internacional es una lucha por el poder”. Según su visión, los Estados recurren a la fuerza cuando sus intereses vitales—los que sustentan su poder—están en riesgo. El poder militar, en este sentido, no solo es un instrumento de defensa, sino también un mecanismo de presión y negociación en la política internacional. Esto explica por qué, incluso en pleno siglo XXI, el uso de la fuerza sigue siendo una práctica viable: los Estados más influyentes refuerzan su poder económico y diplomático con el respaldo de su capacidad militar.

John Mearsheimer, desde la perspectiva del realismo ofensivo, sostiene en The Tragedy of Great Power Politics que “los Estados están condenados a competir por el poder, ya que el sistema internacional es anárquico y no existe una autoridad suprema que imponga orden. Esta lógica implica que, en un mundo donde la seguridad nunca está garantizada, los Estados poderosos recurren al uso de la fuerza para proteger o expandir su influencia, aun cuando ello implique violar el Derecho Internacional.

Un ejemplo reciente de esta dinámica es la invasión de Ucrania por parte de la Federación Rusa en 2022. Para el Kremlin, la posibilidad de que Ucrania se uniera a la OTAN representaba una amenaza directa a su seguridad. La respuesta fue una “operación militar especial”, bajo el pretexto de desmilitarizar y “desnazificar” la región. Sin embargo, para Ucrania y gran parte de la comunidad internacional, este acto constituyó una invasión a gran escala que vulneró su soberanía e integridad territorial.

La reacción de Occidente se materializó en sanciones económicas y el envío de ayuda militar a Ucrania, pero la guerra de desgaste emprendida por Rusia ha demostrado que el poder militar sigue siendo un factor determinante en la política internacional. La prolongación del conflicto y la falta de una solución diplomática efectiva refuerzan la premisa de Mearsheimer: en un mundo donde la fuerza aún moldea la estructura de poder, los Estados que poseen capacidades militares significativas pueden utilizarlas como herramienta para alcanzar sus objetivos estratégicos.

Entonces se puede inferir que el uso de la fuerza sigue siendo para las potencias, una práctica viable en el siglo XXI porque el sistema internacional sigue siendo esencialmente anárquico. Como profundizaremos a continuación, las reglas del Derecho Internacional, si bien existen, carecen de mecanismos efectivos para frenar a las grandes potencias cuando deciden actuar en función de sus intereses. 

El Derecho Internacional y la prohibición del uso de la fuerza

Las devastadoras consecuencias de las dos guerras mundiales marcaron un punto de inflexión en el sistema internacional. Según National Geographic, la Primera Guerra Mundial (1914-1918) causó cerca de 10 millones de muertes, mientras que la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) dejó un saldo abismalmente mayor, con casi 100 millones de víctimas. Ante la magnitud de la destrucción y el colapso del orden global, en 1945 se creó la Organización de las Naciones Unidas (ONU), con el objetivo de evitar nuevos conflictos de escala mundial.

Uno de los pilares fundamentales de la ONU fue la prohibición del uso de la fuerza en las relaciones internacionales. Como señala Osvaldo N. Mársico en Lecciones de Derecho Internacional Público, “es recién a partir de 1945 que se prohíbe no solo la guerra, sino también el uso de la fuerza o la amenaza del uso de la fuerza”. Esta prohibición quedó plasmada en el Artículo 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas, estableciendo que los Estados deben abstenerse de recurrir a la violencia para resolver disputas. Sin embargo, esta norma tiene excepciones, como el derecho a la legítima defensa (Artículo 51) y las intervenciones autorizadas por el Consejo de Seguridad de la ONU.

Pese a esta regulación, la efectividad del Derecho Internacional es cuestionable. Volviendo al ejemplo de la invasión rusa a Ucrania, a pesar de las sanciones impuestas por la comunidad internacional, Moscú no solo no retrocedió, sino que continuó con su campaña militar. Esto pone en evidencia que, aunque el Derecho Internacional prohíbe el uso de la fuerza, no siempre cuenta con los mecanismos para hacerlo cumplir, especialmente cuando la infracción proviene de una gran potencia.

Un caso donde las sanciones y la acción internacional sí lograron frenar una invasión fue la ocupación de Kuwait por parte de Irak en 1990. Inicialmente, las resoluciones de la ONU exigiendo el retiro de las tropas iraquíes no tuvieron efecto. Sin embargo, la Resolución 678 permitió la creación de una coalición militar internacional, compuesta por 32 países, entre ellos Argentina. Esta Coalición mediante el uso de la fuerza logró expulsar a las tropas iraquíes en pocos meses.

Entonces, se infiere que el problema de los mecanismos de la ONU, radica en que estos parecen ser efectivos sólo contra Estados con menor peso en el sistema internacional. Irak, a pesar de contar con un ejército poderoso (en número de tropas, el más grande del mundo en 1990), no tenía el peso estratégico de una gran potencia. En contraste, actores clave como Estados Unidos, Rusia o China a lo largo de la historia han incurrido en acciones contrarias al Derecho Internacional sin enfrentar consecuencias reales. Su estatus como miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU (junto con el Reino Unido y Francia), con derecho a veto, les permite bloquear cualquier resolución que los perjudique a ellos o a sus aliados. En resumen, el Derecho Internacional prohíbe el uso de la fuerza, pero su aplicación es desigual.

Presente y Futuro

En el libro Guerra sin Restricciones, el General del Ejército Popular Chino, Qiao Liang, y el Coronel Wang Xiangsui sostienen que “la guerra sin restricciones nos otorga una gran libertad de acción en la selección de medios y formas de combate” y que “en las guerras del futuro, los medios militares solo serán considerados como una de las operaciones convencionales”. El avance de la globalización y la aparición de tecnologías disruptivas, como internet y la inteligencia artificial, están redefiniendo la naturaleza de los conflictos. La interconectividad mundial, que en su momento se consideró una vía para el progreso y la cooperación, se ha convertido en un nuevo campo de batalla. Las guerras del futuro no dependerán exclusivamente de la destrucción física de objetivos, sino del control de la información, la desestabilización económica y el dominio del ciberespacio.


Este nuevo paradigma de conflicto ya se ha manifestado en diversas formas. Por ejemplo, el uso de ciberataques contra infraestructuras críticas ha demostrado ser una herramienta tan efectiva como un bombardeo estratégico. En 2007, Estonia fue víctima de un ciberataque masivo que paralizó bancos, medios de comunicación y servicios gubernamentales, presuntamente orquestado por Rusia. En 2010, el virus Stuxnet, atribuido a EE.UU. e Israel, logró sabotear las centrifugadoras nucleares iraníes sin necesidad de un solo disparo.

A lo largo de la historia, el poder militar ha sido una herramienta clave de la política exterior, desde el bloqueo naval hasta la disuasión estratégica. Aunque el Derecho Internacional prohíbe el uso de la fuerza, las grandes potencias continúan empleándola cuando sus intereses están en juego. En un mundo anárquico, como señala el realismo, la seguridad nunca está garantizada. A futuro, la guerra híbrida y el control de la información serán tan cruciales como la fuerza convencional.

Quizá actualmente o en los años venideros, una computadora tenga el mismo poder estratégico que un portaaviones.


Agustín Bazán (Argentina): Licenciado en Recursos Navales para la Defensa y Maestrando en Defensa Nacional, Universidad de la Defensa Nacional (UNDEF), Oficial de carrera de la Armada Argentina, y estudiante avanzado de la Licenciatura de Relaciones Internacionales.

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