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La Corte Penal Internacional: ¿Ser o no ser?

Por Luca Nava.

El caso Netanyahu pone a prueba a la CPI con su propio límite: juzgar a los poderosos. Entre la justicia universal y la política de los aliados, La Haya se juega su legitimidad y el futuro del derecho penal internacional.

En mayo de 2024, el Fiscal de la Corte Penal Internacional, Karim Khan, solicitó órdenes de arresto contra líderes de Hamás, por los ataques del 7 de octubre de 2023, y contra el Primer Ministro Benjamin Netanyahu y su Ministro de Defensa Yoav Gallant, por sus acciones en la Franja de Gaza. Fue la primera vez en la historia, que la fiscalía de la CPI ha solicitado órdenes de arresto contra un líder en funciones de un país considerado un pilar del orden occidental. La acusación, por los presuntos crímenes de guerra y de lesa humanidad en Gaza, colocó a la institución de La Haya en una colisión directa no solo con Israel, sino con su principal aliado, Estados Unidos. 

Luego del alto el fuego tras dos años de conflicto entre Israel y el grupo terrorista Hamas en el enclave palestino, el presidente Donald Trump redobló su histórica hostilidad hacia la Corte, prometiendo una «amnistía» geopolítica para sus aliados y amenazando con desmantelar cualquier intento de jurisdicción supranacional que ose interferir con los intereses de Washington.

En Diplomacia Activa, hemos explorado en detalle los 20 años de historia de la CPI, los fundamentos filosóficos de Nüremberg y la difusa línea entre defensa y agresión. Pero hoy, toda esa teoría se enfrenta a su prueba más brutal. Es que, la Corte ha dejado de ser una institución percibida por sus críticos como un tribunal para los conflictos de «otros» —principalmente en África— para convertirse hoy, en un actor que desafía directamente la arquitectura de alianzas y poder de Occidente.

Claro está que, la orden de captura, es un punto de quiebre existencial; el choque inevitable entre el ideal de una ley universal y la realidad de un mundo gobernado por la soberanía, los intereses nacionales y la cruda realpolitik. Lo que inevitablemente forzó a la Corte a encarar la contradicción entre la propia doctrina liberal que le dio vida y la anarquía realista imperante de las relaciones internacionales en la actualidad. 


Netanyahu, el símbolo de la contradicción.

Un veterano de la geopolítica clásica, hábil superviviente político y una de las voces más influyentes en el debate político de este último tiempo, la figura de Netanyahu se ha convertido en el epicentro de la tormenta que sacude a la CPI. Su liderazgo heroico, forjado en la promesa de una seguridad absoluta y sin titubeos para Israel, se enfrenta ahora a la pregunta fundamental de si los medios para alcanzar esa seguridad estuvieron y están, o no, por encima del derecho internacional humanitario.

Esta confrontación con la justicia internacional no llegó en un vacío, sino en un momento en que su administración ya estaba profundamente cuestionada dentro de Israel. Desde 2019, enfrenta un juicio histórico por corrupción, siendo el primer jefe de gobierno en funciones del país en ser formalmente acusado. Los cargos se agrupan en tres expedientes conocidos como los “Casos 1000, 2000 y 4000”, que incluyen acusaciones de soborno, fraude y abuso de confianza. Estos casos giran en torno a la supuesta aceptación de regalos de lujo a cambio de favores, la negociación de acuerdos secretos con magnates de medios para asegurar una prensa favorable y la concesión de beneficios regulatorios a un gigante de las telecomunicaciones. Sin embargo, las batallas legales en Jerusalén palidecen en comparación con la onda expansiva generada por la Fiscalía de la CPI. 

Israel, al no ser un Estado Parte del Estatuto de Roma, rechaza categóricamente la jurisdicción de la Corte. Pero la Fiscalía construyó su caso sobre la adhesión de Palestina como Estado Parte en 2015, evento que Israel no controla. Fue este acto el que llevó a la Sala de Cuestiones Preliminares de la Corte a determinar en 2021 que su jurisdicción se extendía a los territorios ocupados desde 1967 (Gaza y Cisjordania) creando así un campo de batalla legal donde Israel como potencia no signataria, se ve sujeta a la autoridad de la Corte por acciones cometidas en el territorio de otro signatario.

Ahora bien, no se acusa a Netanyahu de una agresión ilegal (jus ad bellum), sino de los métodos empleados en la guerra (jus in bello). Los cargos solicitados son explícitos y demoledores: hacer padecer hambre a la población civil como método de guerra, dirigir intencionalmente ataques contra civiles, exterminio y persecución como crímenes de lesa humanidad. Pero al formular estas acusaciones, la Fiscalía de la CPI no desafía solo a un líder; desafía el paradigma de seguridad nacional adoptado por un Estado y afirma inequívocamente que ni la legítima defensa ni la soberanía pueden servir como una carte blanche para violar los principios más básicos del derecho humanitario.

Desde la perspectiva de la Casa Blanca, la acción de la Corte contra Netanyahu no es un acto de justicia, sino una usurpación ilegítima de soberanía. Se percibe como un ataque políticamente motivado contra un aliado clave, y por extensión, como una amenaza latente contra el propio EEUU. La épica de proteger a sus aliados de la Corte se convierte así en un principio irrevocable de la política exterior trumpista, unilateralista y estatocéntrica.

Sin embargo esta postura no es para nada nueva, sino más bien es la continuación intensificada de las políticas de su primer mandato, donde Washington buscó imponer sanciones sin precedentes a altos funcionarios de la CPI, incluida su fiscal jefe, por atreverse a investigar a personal estadounidense en Afganistán, declarando que la Corte no tenía «jurisdicción, ni legitimidad, ni autoridad».


Imagen | RTVE.es

Una antítesis fundamental.

El proyecto del Estatuto de Roma se ha basado en sus orígenes en un ideal kantiano, es decir, bajo la creencia de normas universales que aplican a todos por igual, creando una comunidad internacional regida por el derecho, una suerte de universalidad cosmopolita. Por otro lado, la doctrina Trump, es en cambio de carácter hobbesiano, ve el mundo como una arena de competencia anárquica donde el poder y el interés nacional son las únicas realidades tangibles. En esta visión, las organizaciones internacionales sólo son legítimas en la medida en que sirven a dichos intereses. Cuando una institución como la CPI actúa en contra de ellos, deja de ser un pilar del orden para convertirse en un adversario que debe ser neutralizado.

Por lo tanto, la confrontación actual va más allá del destino de un solo hombre. Es el choque de dos mundos. Por un lado, el idealismo legal de un tribunal que aspira a que la justicia no sea funcional al poder de turno, ni responda a favores políticos; y por el otro, el realismo de una superpotencia que afirma que, en las relaciones internacionales, el poder es precisamente lo único que permite ver con claridad. No se trata de una simple crítica al funcionamiento de la Corte, sino de un rechazo frontal al proyecto mismo de la justicia penal universal. En consecuencia, esta postura transforma a la CPI en un campo de batalla geopolítico, donde la aplicación de la ley depende, en última instancia, del poder y la voluntad de la principal superpotencia mundial por acatar o no las decisiones del organismo.

El dilema europeo.

En la blindada playa egipcia de Sharm el Sheij, el pasado lunes 13 de octubre, tras la liberación de los rehenes israelíes, y cuando ya se firmó el acuerdo para el fin de la guerra en Gaza y el inicio de la paz en Medio Oriente, Europa se paró en la primera línea buscando su espacio en esta cumbre. Entre 20 líderes del mundo entero, el primer ministro británico Sir Keir Starmer, el presidente francés Emmanuel Macron, el canciller alemán Friedrich Merz, la primera ministra italiana Giorgia Meloni, el español Pedro Sánchez y el presidente de la UE António Costa se unieron para reclamar ser parte. 

Sin embargo, atrapada entre las garras de su alianza transatlántica y el baúl de sus principios multilateralistas, el caso Netanyahu ha expuesto una profunda línea de falla que recorre el continente europeo, forzando a sus capitales a un calculado y a menudo doloroso equilibrismo diplomático. La principal arquitecta y defensora financiera de la CPI y aliada histórica de Israel y Estados Unidos, sus intereses ahora chocan directamente con los de la institución que ayudó a crear.

Fue en gran medida la conciencia europea, marcada por las guerras en los Balcanes, la que impulsó la creación de la CPI. Por lo que, las naciones de la Unión Europea son las mayores contribuyentes a su presupuesto y han sido, tradicionalmente, las defensoras más firmes de su independencia. Para la UE, la Corte no es solo una herramienta legal, sino un pilar fundamental de su propia identidad de política exterior: la promoción de un orden internacional basado en reglas, donde el derecho prevalece sobre la fuerza.

Sin embargo, la solicitud de arresto contra los líderes israelíes ha hecho añicos cualquier apariencia de una postura europea unificada. La presión de Washington y la singularidad del caso han provocado una fragmentación visible. Alemania, por ejemplo, se ha visto en una posición casi imposible, su razón de Estado que consagra la seguridad de Israel como un pilar de su política exterior, choca con su compromiso con las instituciones internacionales. En contraste, Francia adoptó una postura inicial más clara, defendiendo públicamente el mandato del fiscal y la independencia de la Corte. Mientras tanto, países como España e Irlanda han mantenido una línea más crítica hacia las acciones de Israel, mostrando mayor sintonía con la intervención de la CPI.

Por su parte, EEUU bajo la doctrina Trump, elige un camino de confrontación soberanista sin ambages, Europa queda expuesta, tratando de salvar el orden multilateral que ayudó a construir sin dinamitar sus alianzas de seguridad más cruciales. El caso Netanyahu no creó esta fisura, pero alienta a que Europa enfrente la creciente brecha entre el mundo que aspira a liderar y el mundo que, en la práctica, se ve forzada a habitar.


¿Y ahora qué?

Desde las salas de Núremberg hasta la encrucijada actual de La Haya, la CPI, concebida como el antídoto contra la impunidad, al solicitar el arresto de Netanyahu puso en jaque el delicado equilibrio entre el derecho internacional y la realpolitik que gobierna el mundo. En este tenso escenario, las declaraciones de Trump luego del alto al fuego sobre el “cansancio de la pelea”, aduciendo al resguardo político de Netanyahu y sobre la amnistía a los miembros de Hamás si se comprometen a la coexistencia pacífica y deponen sus armas, no solo emite un juicio pragmático y cortoplacista, sino que revela una filosofía fundamentalmente opuesta al espíritu del Estatuto de Roma. Una visión donde los conflictos no se resuelven mediante la transparencia y rendición de cuentas, sino que simplemente se desvanecen cuando el coste de la lucha supera la voluntad de seguir combatiendo.

Esta lógica transaccional, que busca la estabilidad por encima de la justicia, es precisamente el sistema que la CPI fue creada para trascender. Una paz construida sobre el «cansancio» es una paz frágil, una simple pausa en un ciclo de violencia destinado a repetirse. La justicia penal internacional, en cambio, se basa en la memoria: en la creencia de que solo el reconocimiento de los crímenes, la identificación de los responsables y la reparación a las víctimas de ambos bandos del conflicto, pueden sentar las bases para una reconciliación duradera. 

Hoy, la CPI está atrapada en este dilema fundamental. Si avanza con determinación en casos como el expuesto anteriormente, se arriesga a ser paralizada o incluso desmantelada por una superpotencia que preserva un orden mundial instaurado donde priman los intereses nacionales. Pero si por el contrario, cede ante la presión política, traicionará su mandato, confirmará su irrelevancia y demostrará que la justicia universal sigue siendo un ideal inalcanzable, aplicable solo a ciertos casos específicos que no generen reverberación en el clima político internacional. 

¿Será el siglo XXI un regreso a un mundo donde la paz es simplemente la ausencia de guerra, dictada por el poder y el agotamiento?¿O podrá consolidarse la aspiración de una paz construida sobre el derecho, el respeto por las instituciones y la dignidad humana? El destino de la CPI no es más que el reflejo de esta profunda pregunta que hoy, más que nunca, sigue sin respuesta.


Luca Nava (Argentina): Estudiante de Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de San Martín. Columnista de Diplomacia Activa.

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