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¿Paz en el Cáucaso?

Por Santiago Leiva

El tratado entre Armenia y Azerbaiyán sellado en Washington, cierra décadas de conflicto en Nagorno Karabaj, pero abre un corredor estratégico bajo control de EE.UU. Una paz pragmática, rápida y con nombre propio, el de Donald Trump.

En una tarde en Washington D.C., el Cáucaso Sur escribió una de las páginas más importantes de su historia. Se trata del tratado de paz que culminaría más de 40 años de conflicto en la región de Nagorno Karabaj. Bajo el techo de la Casa Blanca, Ilham Aliyev y Nikol Pashinián firmaron un acuerdo de paz supervisado por Donald Trump, quien bautizó su propia creación diplomática como el «TRIPP», Trump Route for International Peace and Prosperity

Este acuerdo no sólo pone fin a cuatro décadas de tensiones; también cierra un ciclo marcado por dos guerras sangrientas, cientos de miles de desplazados, una limpieza étnica y una comunidad internacional que siempre pareció llegar tarde para los más vulnerables. Esta vez, sin embargo, el proceso fue veloz y certero. La firma del acuerdo pone fin formal al reclamo armenio en Nagorno Karabaj, mientras que redefine los equilibrios de poder en una región donde se superponen intereses mayores entre Turquía, Irán, Rusia y los Estados Unidos.

En el caso de la «paz en tiempos de Trump», no se trata de reconciliación entre los pueblos. No hay actos simbólicos que materialicen un ideal utópico de futuro próspero y pacífico. En cambio, hay pragmatismo y balance de intereses. El frío cálculo que traza la línea en un mapa no representa necesariamente una victoria moral. El resultado no es únicamente un corredor humanitario y económico: lo que se abrió —quizás— es una nueva fase de intervención de potencias globales en las fracturas postsoviéticas que aún arden. La pregunta, entonces, no es si puede existir o no la paz, sino a qué costo, para quién, y durante cuánto tiempo.

Por un lado, en el siglo XXI, el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán por Nagorno-Karabaj no es simplemente una disputa territorial, sino el eco persistente de la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Se trata de un colapso que se extiende por más de 40 años, donde las fronteras, las identidades políticas y las etnias reprimidas bajo el yugo soviético estallaron reclamando sus respectivos intereses.

Así comenzó, en 1988, la primera guerra del Alto Karabaj, cuando los habitantes armenios —entonces en una región autónoma dentro de la República Socialista de Azerbaiyán— exigieron la unificación con Armenia. Después de seis años de guerra abierta, Armenia se impuso militarmente, no solo ocupando Nagorno-Karabaj, sino también los territorios azeríes circundantes. Fue una victoria armada que, para Azerbaiyán, significó humillación y desplazamiento.


Ilustración | Gulf International Forum

En 2020, volvió a surgir la violencia en la autoproclamada República de Artsaj. Con apoyo logístico de Turquía y una inversión militar significativa, Azerbaiyán recuperó gran parte del territorio de Artsaj en apenas 44 días. Tres años después, en una ofensiva relámpago, Bakú logró la capitulación de las fuerzas armenias. Lo que siguió fue la disolución formal de la República de Artsaj, la expulsión masiva de la población armenia y el inicio del fin de las pretensiones de Ereván

Concluyendo el primer cuarto del siglo XXI, Armenia ha transitado desde el control pleno de sus ambiciones territoriales, pasando por su rendición incondicional, la necesidad de evitar una guerra total, la presión interna posterior a la derrota, y la erosión de su alianza estratégica con Rusia. El tratado en la Casa Blanca no es el reflejo de un auge de tensiones y conflicto bélico, sino el resultado de una asimetría marcada por la derrota. La firma de Armenia es, en gran medida, el cierre de un conflicto que ya había sido resuelto por la fuerza.

La escenografía de la victoria de Trump y el fracaso armenio fue meticulosamente diseñada: el Salón Este de la Casa Blanca, la aglomeración de cámaras internacionales, y Donald Trump en el centro, marcando un precedente que trasciende lo nacional y se presenta como una victoria personal. 

El documento establece los ejes de un nuevo entendimiento regional: el reconocimiento recíproco de la integridad territorial y el compromiso de abstenerse del uso o la amenaza de la fuerza. Asimismo, el texto omite cualquier mención explícita a Nagorno-Karabaj y reitera el abandono de toda referencia a «territorios en disputa». El conflicto, en la narrativa oficial del acuerdo, es solo una página pasada.

Lo más llamativo, sin embargo, no es el acuerdo, sino la declaración conjunta. En ella, bajo el nombre de “Ruta de Trump para la Paz y la Prosperidad Internacional” —TRIPP, por sus siglas en inglés— se establece la administración estadounidense del corredor terrestre que atraviesa la provincia armenia de Syunik, a lo largo de su frontera con Irán, conectando Azerbaiyán con su enclave de Najicheván.

Esta administración, a su vez, fue concedida a empresas privadas estadounidenses por un período de 99 años, bajo legislación armenia pero con protección diplomática de Estados Unidos. Es un enclave logístico, económico y simbólico. Es, en efecto, una zona de tránsito controlada por Washington en pleno corazón del Cáucaso Sur. 


Imagen | Foreign Policy

El principal recurso en juego es el gas exportado por la República de Azerbaiyán. En este sentido, la construcción de un gasoducto en este corredor no solo evitaría el paso por Georgia y aceleraría el flujo hacia el Mediterráneo, sino que también podría representar un reemplazo estratégico para el gas ruso aún utilizado por varios países de la Unión Europea. La derrota de Armenia, en términos logísticos, es también una derrota para Moscú. 

La Federación Rusa, como actor tradicional en la región desde la época zarista, observó la firma desde la periferia. El Kremlin, ocupado en Ucrania y debilitado por sanciones, pierde así uno de los pocos tableros donde todavía mantenía una influencia directa. Su rol como mediador y sus operaciones de paz quedaron sepultados sin ceremonia. Ni Aliyev ni Pashinian hicieron el intento de incluir a Moscú en esta fase del proceso. La retirada rusa no fue explícita, pero sí concluyente. 

Irán, por su parte, apoyó formalmente los avances hacia la paz regional, pero reaccionó con dureza ante el establecimiento del corredor TRIPP. El ministro de Relaciones Exteriores declaró que cualquier proyecto cerca de las fronteras iraníes debería desarrollarse «con respeto a la soberanía nacional y la integridad territorial, y sin interferencia extranjera». Teherán percibe al TRIPP como una amenaza directa tanto a su posición estratégica como a su relación con Armenia. Además, la conexión entre Najicheván y Azerbaiyán —sin pasar por territorio iraní— reduce la capacidad persa de influencia económica y fronteriza. 

En contraste, Turquía aplaudió en silencio. El aliado histórico de Bakú ve cómo su socio regional se consolida sin necesidad de intervención directa. Si bien Estados Unidos capitaliza la imagen diplomática, la unificación logística de Azerbaiyán continental con su exclave beneficia directamente a Ankara, solidificando sus procesos comerciales.

Al otro extremo del continente, la Unión Europea —como de costumbre— se pronunció a favor de la paz y del corredor TRIPP, el cual tiene el potencial de aumentar significativamente el flujo de hidrocarburos entre Europa y Asia Central. Mientras tanto, los demás actores regionales toman nota: el Cáucaso ha cambiado de manos sin necesidad de disparar un solo misil


Ilustración | Axios

En las calles de Ereván, la firma del tratado de paz pasó casi desapercibida, pero dejó un verdadero malestar político. Para muchos, resulta ser una derrota envuelta en diplomacia, que consagra la pérdida definitiva de Artsaj, sin posibilidad de honrar a los mártires de la guerra de 2020. El primer ministro Nikol Pashinián, aliado del Kremlin y ya desgastado por la defensa fallida de Artsaj en 2020 y 2023, hoy carga con el costo de cerrar esa etapa sin gloria. En un país con memoria herida y relatos identitarios tejidos en torno a la pérdida y la resistencia, ceder sin pelear —aunque ya nada quedara por defender— es políticamente devastador.

Dada la influencia rusa en la política armenia, no es improbable que Putin active alguna de sus redes de poder ante un escenario de crisis política. Si bien la oposición a Pashinián en el Parlamento aún carece de cohesión, el riesgo de un reagrupamiento populista antiacuerdo no es menor. Más allá del tratado, Pashinián camina por una cuerda floja: entre la necesidad de paz y el riesgo de pagarla con su mandato. 

Por último, está el “hacedor de la paz mundial”. Ese que prometió que la guerra en Ucrania acabaría 24 horas después de asumir la presidencia. Trump sabe muy bien que no existe la diplomacia desinteresada. La cultiva y la cosecha a su gusto. Más aún, estos últimos “acuerdos” entre Estados beligerantes —sea el caso de India y Pakistán o Tailandia y Camboya— son más que logros geopolíticos: son productos de campaña. Su visión personalizada de la política exterior, reflejada en un patrón repetido, responde a tres pasos: acuerdos rápidos, visibilidad total y branding propio. En ese sentido, el tratado es la prueba de que puede «ordenar» el mundo con la misma lógica con la que dirige una negociación inmobiliaria. 

En sí, el fin del tratado entre Armenia y Azerbaiyán va más allá de silenciar los fusiles y concluir un período de tensiones incesantes. Es, por ende, multifacético. Cada actor —regional o no— verá sus intereses reflejados en los resultados de un futuro cercano.

Para la historia, en cambio, este episodio queda como un precedente más de intervención estadounidense: una paz firmada en inglés, redactada en intereses y sellada con un logotipo norteamericano. 

En otro sentido, esta novedosa metodología —guiada por el poder duro, la velocidad en la toma de decisiones y el cálculo estratégico— ha desplazado aquella diplomacia multilateral con mediaciones conjuntas, que ha probado ser ineficiente. 

Por ende, dentro de esta paz, la pregunta final no es si es legítima, sino si será suficiente. Porque, como ya lo ha demostrado esta región una y otra vez, no hay conflicto que termine sin memoria. Y no hay tratado, por más blindado que esté, que resista el peso de lo no dicho.


Santiago Leiva (Argentina): Estudiante de Gobierno y Relaciones Internacionales, Universidad Argentina de la Empresa, y columnista de Diplomacia Activa.

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