China: Socio, competidor y rival sistémico
Por Jesús del Peso Tierno
La relación que mantiene el Gran Dragón con el resto del mundo es un caso muy particular y que nunca antes se había dado en la historia reciente: una potencia autoritaria con el capital suficiente y una presencia diplomática global capaz de dividir al mundo occidental.

El 12 de marzo de 2019, la entonces alta representante para la Política Exterior de Seguridad de la Unión Europea Federica Mogherini, remitió a las instituciones europeas el documento titulado “UE-China. Una perspectiva estratégica”. A lo largo del mismo se puede apreciar cómo, en los diferentes capítulos del mismo, se llega a catalogar a China como «socio, rival, y competidor sistémico» en los diferentes ámbitos de sus relaciones económicas, políticas y comerciales.
Esta fue, a su vez, la gota que colmó el vaso de las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Europea, envueltas por entonces en una profunda división sobre su trato a la tecnología del 5G de Huaweii y la relación comercial que habrían de mantener con el Gigante Asiático en plena guerra arancelaria con la administración Trump.
La elección de Joe Biden, en cambio, pareció traer algo más de sosiego a las relaciones bilaterales de ambos lados del Atlántico que, sumado a la crisis por Covid-19 con la carrera por la generación de las vacunas y la posterior guerra entre Rusia y Ucrania, ha parecido desviar el foco de atención de las principales discrepancias entre los socios a través de la OTAN respecto de su relación a mantener con China. En especial, también, por el aumento de las dificultades sociales en el país asiático a raíz de sus políticas de Covid 0 y su languideciente crecimiento económico que apunta a la maduración final de su economía.
Sin embargo, en el panorama internacional, la diplomacia china sigue su curso, y la presencia del país asiático en las zonas grises de la diplomacia internacional se ha comenzado a hacer cada vez más patente. Esto es, las zonas en las que las influencias económicas o políticas son algo más difusas que las de aquellas zonas próximas a los núcleos del poder mundial.

En este sentido, la presencia de las empresas chinas y el papel que ejerce su gobierno con respecto de las relaciones comerciales e inversionistas ha ido comiendo terreno al representado en el pasado por el capital europeo y norteamericano en tales territorios.
Así, el modus operandi ha ido haciéndose cada vez más extenso hacia nuevas regiones del globo ricas en las tan necesarias materias primas que necesita la industria china para seguir creciendo y no tocar techo antes de que las expectativas de calidad de vida de sus ciudadanos se congelen. Es decir, que la maduración de la economía china llegue en un nivel considerado de rentas altas, tal y como en el pasado alcanzaron Japón, Taiwán o Corea del Sur, en lugar de que estas queden congeladas en unos niveles de renta media como ya ocurrió antes del estallido de la crisis con el bloque de los BRICS. Todo ello a costa de las materias primas captadas a bajo coste en el exterior de sus fronteras.
El problema de este modelo, en cambio, procede de la manera en la que dichos acuerdos bilaterales son alcanzados, de manera que, el préstamo y las ayudas intergubernamentales quedan supeditadas al acceso y la explotación de las materias primas e infraestructuras nacionales para el propio beneficio de China.
De esta manera, si bien es cierto que las sociedades receptoras son el destino de la inversión extranjera china, sujeta a, por ejemplo, la mejora de las infraestructuras del país y la red de comunicaciones, la misma no queda condicionada o adaptada a las exigencias intangibles del capital occidental en dichos países. Hablamos de las necesidades de cada país como pudieran ser la imposición de la visión occidental de los derechos humanos, la mejora de las condiciones laborales, los derechos para las mujeres, la mejora de los sistemas de educación o la gobernabilidad y el respeto fundamental a los valores democráticos.

Con ello, China pretende demostrar al mundo su manera de entender al estado y a la política, en la que no entiende como necesaria a la democracia liberal en su objetivo por perseguir una mejora sustancial de las condiciones de vida de sus ciudadanos ni una mayor libertad de los mismos.
Es, por ende, la contraposición de dos modelos enfrentados completamente y que ese dirime en aquellas sociedades ricas en materias primas que necesitan de la inversión extranjera para poder desarrollarse.
El resultado, en cambio, dependerá del modelo social que quieren sus propios ciudadanos para consigo mismos, en el que deberán juzgar ellos mismos la dirección de los capitales llegados desde el extranjero, la gestión de los mismos y la condicionalidad de la gobernanza pública de los países en los que les gustaría habitar.
Por Jesús del Peso Tierno (España): Licenciado en Relaciones Internacionales, Universidad Rey Juan Carlos de la Comunidad de Madrid.
Categorías
Asia, Derechos Humanos, economía, gobernanza, Política, relaciones internacionales