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Cuando la seguridad internacional cambió

Por Luca Nava

A 24 años de los atentados del 11 de septiembre de 2001, el recuerdo de aquella fatídica jornada permite analizar cómo EE.UU. convirtió el terrorismo en amenaza existencial. La “guerra contra el terror” no solo reconfiguró su política exterior, sino que expandió la lógica securitizadora a migración y narcotráfico.

Imagen | George W. Bush Library

El 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos sufrió uno de los peores ataques terroristas jamás vistos hasta la fecha, protagonizado por la fuerza fundamentalista de Al Qaeda, bajo el mando silencioso del líder islamista Osama Bin Laden.

El hecho conmocionó a millones de personas alrededor del mundo que se encontraban atentos a las novedades de la Ciudad de Nueva York frente a sus televisores, viendo compungidamente las dos enormes Torres Gemelas arder en llamas incesantes, mientras una sociedad entera era azotada por la desesperación, y la sensación de que algo se les había escapado. Un avión más llegó a estrellarse contra una de las caras del Pentágono, y otro -según la versión oficial- fue detenido en un acto heroico por su propia tripulación antes de alcanzar lo que presuntamente se cree sería el Capitolio o la Casa Blanca.

El ataque había sido densamente planeado, no fue una ocurrencia pasajera de las fuerzas yihadistas de medio oriente. La intención era clara desde un principio; desestabilizar a la potencia más importante del mundo de la pos guerra fría, a la que si bien China parecía apurar con sus pasos agigantados, aún no le representaba un problema letal. 

Y en este sentido, el terrorismo -como amenaza existencial- tampoco representaba un problema inminente que atender en la agenda de seguridad de los EE.UU. Pero luego del 11-S, todo cambió: la doctrina militar, economica y politica estadounidense dieron un giro de 180 grados que signó el comienzo de una era catalogada como la “guerra contra el terrorismo”, una batalla material, pero con una enorme cabida dentro del plano discursivo; una escision que reconfiguró el mundo entre buenos y malos nuevamente, una batalla que persiste hasta hoy en dia, y que le ha funcionado al gigante de occidente como una carte blanche para lidiar contra actores amenazantes que susciten peligro para la integridad estadounidense y la de sus valores e ideales, tanto en la region como en el mundo.


Imagen | TIME

La retórica utilizada por el gobierno de Bush en el 2001 para construir esta amenaza existencial, así como a la evolución de la opinión pública respecto al discurso oficial, en términos de aceptación o rechazo del movimiento securitizador, funcionan como elementos claves para comprender cómo fue posible un cambio de paradigma nacional tan grande y en tan poco tiempo. 

De acuerdo a la Escuela de Copenhague, cualquier asunto se encuentra securitizado cuando pasa de manejarse a través de los canales de la “política normal”, a erigirse en una amenaza que necesita respuestas extraordinarias que exceden este marco. A partir de los ataques del 11-S, Irak fue uno de los temas de la agenda de EE.UU. que sufrió claramente un proceso de estas características, como también lo fue la inmigracion, el terrorismo per se, y la guerra contra el narco.

La “guerra contra el terrorismo” borró la distinción entre seguridad interior y exterior e inauguró un ciclo de militarización permanente. Bajo esa lógica, el enemigo se concibió como siempre expansible y la excepción jurídica es la regla por defecto.

Bush y la construcción de un speech act poderoso

Tras los ataques, la administración Bush encontró un terreno fértil para desplegar un discurso securitizador que reconfiguró por completo la política exterior estadounidense. El shock social, el temor extendido y la sensación de vulnerabilidad que se apoderaron de la ciudadanía constituyeron el contexto ideal para transformar la tragedia en un punto de inflexión histórico.

Estos hechos denotan un claro ejemplo de securitización, al tratarse de un asunto que hasta entonces se trataba por canales de la “política normal”, que pasó a presentarse como una amenaza existencial, capaz de poner en riesgo la supervivencia misma del Estado y de su población y que requería una acción militar preventiva, incluso si ello implicaba quebrar normas internacionales o pasar por alto la falta de evidencias sólidas.

En ese marco, el discurso presidencial y el de los altos funcionarios republicanos funcionaron como verdaderos speech acts. No se limitaron a describir un problema, sino que lo produjeron performativamente, y entre todos estos discursos, el caso de Irak fue y será el más cuestionable de todos.

A pesar de que nunca se probó la existencia de vínculos entre el régimen de Saddam Hussein y Al Qaeda, ni se encontraron las armas de destrucción masiva que supuestamente escondía, la administración Bush logró articular la idea de que Irak era una amenaza inmediata y absoluta. La narrativa oficial sostenía que Hussein podría transferir armas de destrucción masiva a grupos terroristas, habilitando un escenario de devastación futura para el país norteamericano y sus aliados.

Ese movimiento discursivo cumplía con las condiciones identificadas por autores como Buzan y Wæver, donde se define una amenaza existencial; se construye un punto de no retorno sintetizado en un “si no lo resolvemos, todo lo demás será irrelevante”; y se ofrece una salida posible, que en este caso fue la invasión preventiva de 2003. La aceptación del público y de países claves como Gran Bretaña y España, resultó clave para este hecho.

Basándose en el miedo que dominaba a la sociedad tras el 11-S y en la autoridad de Bush como comandante en jefe, la narrativa securitizadora fue interiorizada por gran parte de la ciudadanía, el Congreso y Occidente. De hecho, encuestas de la época mostraban que más del 60% de los estadounidenses creían en un vínculo entre Saddam y los atentados, lo que legitimó el recurso a medidas extraordinarias como la guerra.


Imagen | The New York Times.

Las declaraciones de figuras de relevancia política como Cheney o Powell reflejan el punto más visible del proceso. El primero afirmó en 2002 que confrontar a Irak era “absolutamente crucial para ganar la guerra contra el terror”, borrando la distinción entre un conflicto puntual y un enemigo global. El segundo, en su famosa presentación ante el Consejo de Seguridad de la ONU, sugirió que la ambición de Hussein bastaba para que Al Qaeda recurriera a Irak en busca de armas sofisticadas, reforzando la idea de una amenaza futura pero inevitable.

Aunque estas afirmaciones carecían de sustento empírico, su potencia radicaba en el efecto performativo que causaban, ya que convencieron a buena parte de la audiencia de que el único camino posible era la intervención militar.

El derrumbe del régimen y la muerte declarada de Hussein también reveló otra dimensión del proceso, donde la securitización no sólo habilitó la guerra, sino que también borró la distinción clara entre un enemigo inmediato y un enemigo potencial. Una vez aceptada la lógica discursiva maniquea de «los buenos y los malos”, el espectro de adversarios se volvió expansible, maleable y reconfigurable.

El enemigo ya no era únicamente Bin Laden, Al Qaeda, o el terrorismo en sí, sino cualquier actor que pudiera llegar a ser considerado una amenaza existencial para la integridad de EEUU, o cualquiera contrariara los valores de occidente.

Si bien Irak fue el eslabón más visible de esa ampliación, la doctrina de seguridad estadounidense de seguridad se ampliaron hacia la cuestión de la inmigracion y el narcotráfico, como asuntos de agenda prioritaria para la seguridad de la nación norteamericana, donde si bien no se percibe una uniformidad en torno a qué o a quiénes se debe securitizar, la urgencia de lidiar con estos asuntos lo convierte una cuestión de seguridad inminente.


Cortesía | PBS NEWS

En el plano interno, se consolidó un clima de excepción en el que medidas como la Ley Patriota otorgaron al Estado amplios poderes de vigilancia y control con el objetivo de fortalecer las herramientas de investigación y prevenir actos terroristas y el lavado de dinero.

Esta ley amplió las facultades de vigilancia de las agencias de seguridad, permitiendo espiar registros telefónicos y bancarios, y también endureció las penas por delitos de terrorismo. Aunque fue crucial para la seguridad nacional, generó controversia por su impacto en la privacidad individual y las libertades civiles, ya que permitía una vigilancia masiva a la ciudadanía estadounidense.

En el plano externo, la militarización permanente en Medio Oriente contribuyó a la desestabilización de la región que se arrastra hasta hoy, además de la fortificación de las fronteras nacionales junto a una mayor seguridad aeroportuaria, y una mayor intromisión a los asuntos de países latinoamericanos en la lucha contra las drogas y el narco.

En todos casos, lo que se observa es cómo el éxito del speech act securitizador permitió legitimar acciones extraordinarias que transformaron de manera duradera tanto la política doméstica, regional e internacional, además de que fueron puestas de relieve las contradicciones entre la seguridad nacional y la seguridad humana, ya que actuar en pos de la seguridad del Estado obligaba a sobreponerse a las libertades individuales y la dignidad humana de sus propios habitantes, de inmigrantes y extranjeros.

“La guerra contra el terrorismo” en el marco de los dilemas actuales

Lo expuesto en 2001 podría considerarse como el punto de partida de una lógica securitizadora expansiva que, con el tiempo, logró inmiscuirse en problemáticas como el narcotráfico y la migración. En ambos casos, lo que se observa es la misma operación política: transformar asuntos de la agenda política coyuntural —el combate al crimen organizado, la gestión fronteriza, la inmigración— en amenazas existenciales de base que legitiman medidas extraordinarias.

El discurso securitizante expandió los límites conceptuales del “enemigo terrorista global” a los carteles mexicanos, las maras centroamericanas hasta los migrantes indocumentados, presentados bajo esta lógica como una invasión silenciosa  peligrosa.


Imagen | US Department of State

El giro discursivo fue evidente tras la muerte de Bin Laden en 2011. Bajo la administración Obama, se presentó una estrategia contra el crimen organizado transnacional que vinculaba a las mafias y a los carteles con la posibilidad de servir como corredores para el ingreso de terroristas en EEUU.

De esta forma, la lucha contra el narco se articulaba en continuidad con la lógica antiterrorista. Sin embargo, recientemente la propia administración Trump llevó el acto securitizador a un nuevo nivel al designar explícitamente a los carteles de la droga como organizaciones terroristas extranjeras. Esa decisión, sustentada en marcos legales heredados del 11-S, trasladó al terreno del narcotráfico la misma gramática de la excepción que había legitimado la invasión a Irak.

La consecuencia es que tanto el narcotráfico como la migración pasaron a formar parte de un mismo campo lexical de “amenazas existenciales” que justifican medidas extraordinarias, desde el despliegue militar en el Caribe hasta la posibilidad de enviar tropas a México o de declarar emergencias nacionales para reforzar el control inmigratorio. En este sentido, la securitización opera como un lenguaje flexible y maleable que no se agota en el terrorismo, sino que se readaptó a la agenda entera de la seguridad estadounidense.

Con esto no se quiere decir que lucha contra el narco no merezca su debida atencion y debido tratatmiento, sino que se pone de relieve el hecho de que bajo una amenaza tan amplia como el terrorismo, diferentes interpretaciones sobre lo que hay que securitizar y lo que no, se interceptan y entremezclan, formando perspectivas que abogan por el uso indiscriminado de los mismos medios coercitivos para enfrentar al terrorismo o al narco contra migrantes indocumentados.

De eata forma se termina consolidando un patrón de política exterior y doméstica donde lo excepcional se vuelve norma, y donde la defensa de la “seguridad nacional” habilita intervenciones preventivas, militarización de fronteras y expansión del control estatal sobre la sociedad en su conjunto.


Imagen | Al Jazeera

En suma, lo que comenzó con el 11-S como la construcción de un enemigo absoluto derivó en una matriz securitizadora que hoy estructura buena parte de la política global de EE.UU. alrededor del globo.

El terrorismo, el narcotráfico y la migración son presentados como caras distintas de un mismo triangulo de peligro que no comprende las mismas amenazas existenciales, pero que replica los mismos discursos y medios de defensa, y esa idéntica percepción —más allá de la evidencia material— ha servido como elemento de disuasion, influencia y estrategia geopolitica, tanto en la poblacion estadounidense y global, como en los gobiernos de todas partes del mundo.


Luca Nava (Argentina): Estudiante de Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de San Martín. Columnista de Diplomacia Activa.

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