Cataluña, una lección de supervivencia
Por Juan Manuel Aranda
“Que tiemble el enemigo al ver nuestra enseña: cómo hacemos caer espigas de oro, cuando conviene segamos cadenas”. Así narran las estrofas del Els Segadors , himno del pueblo catalán ¿Podrán los Estados del siglo XXI sobrevivir a los aires de independencia?

La región de Cataluña tiene una historia muy rica, y fue poblada a lo largo del tiempo por variadas culturas que desembocaron en la formación de una identidad diversa. De ibéricos a celtas, de romanos a musulmanes, hasta finalmente unirse a la Corona de Aragón, cuando España se conformó como un estado nación. Podría decirse que en ese momento comenzaron los dilemas, pues, una gran parte de los ciudadanos de Cataluña nunca cedería su cultura, su lengua, ni su identidad.
Sin embargo, uno de los capítulos más oscuros de la historia de la región se da durante la dictadura de Francisco Franco en el siglo XX, consecuencia de la Guerra Civil Española. Cataluña fue víctima de la peor cara de la autocracia franquista, caracterizada por la supresión de libertades, represión a disidentes e incluso, el inicio de una corriente anticatalanista. El régimen autoritario actuaba bajo el lema “Una patria, una lengua, una espada”, por lo que es fácil entender porque a los ojos del autoritarismo franquista la región de Cataluña, siempre con un pie afuera de España, no caía bien. Por ejemplo, el presidente de la Generalitat de aquel entonces, Lluís Companys, líder de la Esquerra Republicana y que había proclamado en 1931 la República de Barcelona, a pesar de su exilio, fue encontrado y capturado en Francia por la Gestapo, policía secreta Nazi, y luego, torturado y fusilado en España.
En este contexto, el anticatalanismo llegó a tal punto que se restringieron la lengua y las instituciones catalanas. Finalmente Franco murió en 1975, y se estableció en España la democracia, obteniendo así Cataluña un alto grado de autonomía a través del Estatuto de Autonomía de 1979. Pero esto no significó un alto en el deseo independentista catalán. Los aires de independencia continuaron, y los gritos de libertad se hicieron cada vez más altos.
Avanzamos 38 años en el tiempo, 2017, y un nuevo intento de independencia surge desde Cataluña. El gobierno de la región, liderado por Carles Puigdemont, convoca un referéndum de autodeterminación para que de una vez por todas se defina el futuro de Cataluña, previamente aprobado por el Parlamento de Cataluña y desestimado por el Tribunal Constitucional de España. Se celebró, ante toda adversidad, el 1 de octubre, y los resultados fueron contundentes. El 90,18% votó por el SÍ, tan sólo el 7,83% por el NO y un 1,98% en blanco. Pero vale aclarar que la consulta tuvo un porcentaje de participación muy bajo, de 43,03%, y que los resultados no fueron verificados por un organismo independiente.
Con respecto al referéndum existieron varios cuestionamientos, a su validez y veracidad. Lo cierto es que la declaración de independencia no tardó en ser anulada por el gobierno central, presidido por Mariano Rajoy, por primera vez en la historia democrática de España, el gobierno central removió a las autoridades de una de las regiones autonómicas del país y asumió el control administrativo.
El protagonista Puigdemont pudo exiliarse en Bélgica, pero otros líderes independentistas no corrieron su misma fortuna y fueron procesados e incluso en algunos casos sentenciados. Esto llevó a protestas en las calles de la región, que desembocaron, desafortunadamente, en represión. La inestabilidad siguió reinando en la región, pero a pesar de ello el independentismo siguió y sigue imponiéndose en las urnas, lo que demuestra que el sentimiento de independencia sigue más vivo que nunca.

Vivimos en un mundo globalizado, donde las culturas parecen ir desapareciendo en un tamiz a medida que nos acercamos a la idea de Marshall McLuhan de una «aldea común». Es certero afirmar que la globalización ha facilitado la difusión de ideas, valores y productos culturales a nivel mundial. La influencia de la cultura occidental, especialmente a través de los medios de comunicación y las redes sociales, ha tenido un alcance global significativo. Pero más importante ha sido la geopolítica, en donde hay estados de primera, segunda y hasta tercera, donde se encontraría la identidad catalana.
El deseo de libertad, por una identidad propia, por escapar a una narrativa ajena, se ve potenciada por el hecho de que España es, una monarquía constitucional. Aunque el monarca tiene la figura de jefe de Estado, el simbolismo especialmente en los jóvenes es importante. Uno de los principales argumentos de los votantes catalanes era que no solo estaban por debajo del gobierno de Madrid, sino de la misma Casa Real.
En un tiempo de incertidumbres, el futuro de Cataluña no está claro. Por ejemplo, es una incógnita si una República en Cataluña sería reconocida por el resto del mundo, especialmente por la influencia de España en America Latina y Europa. No es descabellado reflexionar sobre estos asuntos, ya que no solo se plantean en la península ibérica, tomemos por caso los acontecimientos de los últimos años en Escocia, Transnitria o Puerto Rico.
En cuanto a las consecuencias para España, sería devastador como país que Cataluña se independizase. No sólo perdería a la segunda economía más grande del país, pasando su PIB de 1.328.922 millones de euros a 1.099.504 millones, un 17% menos, pasando este a ser menor al de México, Indonesia e Irán, sino que ante el mundo quedaría con una imagen demasiado debilitada. Proliferarían aún más los intentos independentistas de otras regiones como el País Vasco, desencadenando una crisis que puede traspasar las fronteras.
Podemos entender, no a justificar, la respuesta del gobierno central ante el intento independentista de 2017. Sin embargo, lo cierto es que Madrid no hace mucho para que Cataluña tenga ánimos de seguir siendo parte de España. Los esfuerzos deben venir además del Jefe de Estado que tiene la potestad de representar al país en el exterior, pero también de mantener unidas a sus identidades bajo una misma bandera. En el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y su Mancomunidad de Naciones, por ejemplo, la figura de la Reina Isabel II era una de unión y cohesión entre todos los territorios, de respeto y admiración genuina. Pero en el Reino de España, parece ser todo lo contrario. Durante la mesa se encuentra la raíz de todo esto: la legitimidad.

El cantautor catalán Joan Manuel Serrat bien lo describió al pedir diálogo entre Mariano Rajoy y Carles Piugdemont en aquel entonces: «Que hablen aunque no sepan de qué, aunque no tengan nada que decirse. Porque nunca se habla lo suficiente cuando hay voluntad de solucionar cosas.»
Los Estados-Nación que nacieron con el ideal westfaliano se merecen un debate interno. El tiempo ha pasado, la globalización y los avances tecnológicos han transformado el orden internacional. Los pensadores de la raison d’etat del siglo XXI tienen que tener en cuenta esta premisa: La desintegración de los poderes centrales es la regla mientras los individuos y lo que tienen más cerca, sus regiones y comunidades, obtienen más y más poder, es hora de encontrar otra forma de relacionarnos políticamente.
Por Juan Manuel Aranda (Argentina): Representante argentino en la 31° Olimpiada Internacional de Filosofía en Grecia (IPO) y Estudiante de Ingeniera Industrial, Universidad de Mendoza.
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