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Defensa y agresión, una línea difusa

Por Francisco Sanchez Giachini

Los ataques perpetrados por el grupo terrorista Hamás en la «Tormenta de Al-Aqsa» y la consecuente respuesta del gobierno israelí debe interpelarnos desde un punto de vista humano y social, pero también jurídico. Ante esto debemos preguntarnos ¿es válido que un Estado se defienda de las agresiones? ¿Cuándo deja de ser agredido y se convierte en agresor?

Ilustración | Mauricio Rodríguez

La opinión pública se ha visto convulsionada con los sucesos recientes y el conflicto árabe-israelí ha vuelto a la primera plana de las ediciones de todos los periódicos a lo largo del globo. El problema es que cada vez que surge un nuevo conflicto, los análisis que podemos observar son cada vez más vagos y superficiales, atendiendo también a la celeridad de la época en que vivimos.  Es por esto que poco, o casi nada, se ha dicho acerca de los fundamentos legales de un bando u otro para mantener los ataques iniciados desde el conflicto.

¿Los grupos terroristas son o deberían ser considerados sujetos de Derecho Internacional Público? Debida la complejidad del caso mencionado es que nos limitaremos a la explicación de los derechos que tienen los Estados en estas circunstancias.

Es un hecho que a lo largo de la historia la violencia ha sido utilizada por el hombre como una forma de resolver los conflictos que se suscitaban entre estos. La misma es inherente a la naturaleza del humano, y sus métodos para la aplicación se fueron complejizando con el correr de los siglos.

Esta forma de resolución se mantuvo hasta bien entrado el Siglo XX como algo legítimo entre las unidades políticas superiores, los Estados. En 1928, más precisamente en París, el Secretario de Estado de Estados Unidos y el Ministro de Asuntos Exteriores de Francia firmaron el conocido “Pacto de Kellogg-Briand”. Mediante este, los 15 estados signatarios renunciaban a la utilización de la fuerza como forma de solución legítima de las disputas.

El Pacto tuvo grandes críticas, sobre todo negativas. Se lo acusaba de ingenuidad moralista y de una complejidad manifiesta. Sumado al hecho de que el mismo no contenía disposiciones que lo hicieran operable, ni mecanismos que garantizaran su cumplimiento, el pacto estaba destinado al fracaso.


París, 27 de agosto de 1928. Aristide Briand (Francia) y Frank Kellogg (EEUU) firman el pacto.

Visto de este modo no queda más que calificarlo de un hecho irrelevante, o cuanto menos intrascendente. Pero, a pesar de todo lo mencionado, la realidad es que sirvió al menos como antecedente directo de alguno de los documentos más importantes de la segunda mitad del Siglo XX.

En primer lugar, sirvió para definir los conocidos como “crímenes contra la paz” y, en consecuencia, fueron utilizados como base jurídica de los Juicios de Núremberg y de Tokyo. Pero su aporte más importante al mundo jurídico y de las relaciones internacionales lo hizo sirviendo de apoyo para la redacción del artículo 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas.

“Para la realización de los Propósitos consignados en el Artículo 1, la Organización y sus Miembros procederán de acuerdo con los siguientes Principios: […] 4. Los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de las Naciones Unidas”.

Artículo 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas

Ahora bien. A pesar de dicha prohibición al uso de la fuerza -cuyo cumplimiento puede ser al menos debatible- y frente al conflicto entre Israel y Hamás, cabe preguntarse si el país hebreo tiene alguna herramienta jurídica que le permita defenderse de estas agresiones.

El problema radica en la dificultad de dividir y saber distinguir conceptos como legítima defensa, legítima defensa preventiva y agresión, quedando así el reproche o aceptación de los mismos en un limbo subjetivo. La situación se vuelve aún más confusa cuando ni siquiera los propios autores se ponen de acuerdo en su extensión

La legítima defensa se constituye así en un instituto de excepción o, mejor dicho, de doble excepción. La primera es que constituye un supuesto excepcional a la prohibición general del uso de la fuerza. El segundo es que se trata también del apartamiento de la regla general acerca de que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas tiene el monopolio -o cuasi monopolio- del uso de la fuerza.


En 1837, durante la revolución canadiense contra el Reino Unido, el Caroline (estadounidense) fue tomado por las fuerzas británicas, prendido fuego y arrojado por las Cataratas de Niágara. La controversia se suscitó porque Estados Unidos no estaba en guerra con el Reino Unido, por lo que era de bandera neutral, lo que hizo replantearse los conceptos jurídicos y que surgiera la noción de legítima defensa.

Así, la legítima defensa debe su existencia ya sea directa o indirectamente al antecedente Pacto Kellog-Briand. Ya en el año 1837, en el conocido como “Caso Caroline” se planteó que el ataque al buque homónimo habría debido de responder -en palabras del Secretario de Estado de los Estados Unidos Daniel Webster- a “una necesidad de defensa propia urgente, abrumadora, que no dejara lugar a la elección de los medios ni tiempo a la deliberación”.

Con esto queremos dejar en claro que la legítima defensa ya se había planteado, pero que solo tiene fundamento su existencia en un contexto general de prohibición de la guerra como método de resolución, es decir, desde la firma del ya mencionado Pacto.

«Ninguna disposición de esta Carta menoscabará el derecho inmanente de legítima defensa, individual o colectiva, en caso de ataque armado contra un Miembro de las Naciones Unidas, hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacionales. Las medidas tomadas por los Miembros en ejercicio del derecho de legítima defensa serán comunicadas inmediatamente al Consejo de Seguridad, y no afectarán en manera alguna la autoridad y responsabilidad del Consejo conforme a la presente Carta para ejercer en cualquier momento la acción que estime necesaria con el fin de mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales

Artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas

Volviendo a la caracterización de esta figura, y si bien la Carta no los enumera dado a que realiza una mención superficial de esta herramienta, tanto la doctrina como la jurisprudencia han intentado establecer una serie de requisitos para mantener su utilización dentro de los parámetros de la legalidad.

Lo único que menciona el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas es que todo actuar deberá ser comunicado de inmediato al Consejo de Seguridad para que este tome conocimiento de las medidas que se llevan a cabo y, en su caso, tomar las decisiones que correspondan.


Firma de la Carta de las Naciones Unidas en San Francisco, 1945.

El primero de los requisitos mencionados es el de la inmediatez. Esto quiere decir que la respuesta al ataque debe ser temporalmente inmediata al “ataque armado” mencionado en el artículo, dado que sí esta se demorara podría considerarse más que una respuesta legítima al daño sufrido, una represalia ilegítima.

El segundo de los requisitos es que la respuesta se limite necesaria y obligatoriamente a la defensa del ataque y que no constituya de ningún modo un contraataque en el sentido literal de la palabra. En ese caso podría ya hablarse de un caso de agresión en los parámetros que veremos más adelante. Dicha prerrogativa viene de la mano con la tercera; la proporcionalidad del mal sufrido y de la respuesta dada.

En opinión de quien escribe, debería sumarse un requisito extra y es que, haciendo un paralelismo con la legítima defensa contemplada en sendas legislaciones penales, nadie podría excusarse en la figura del derecho a la defensa frente a un mal que él mismo ha causado. En definitiva, otro de los requisitos debería ser la falta de provocación suficiente. En un ejemplo bastante gráfico diremos que el Estado “A” no podría alegar legítima defensa contra un ataque del Estado “B” que está respondiendo a una agresión primigenia del Estado “A”.

Por último, pero no menos importante, debe tratarse de un “ataque armado”, entendido este -en palabras del reconocido jurísta Julio Barboza- como una operación bélica de cierta intensidad y magnitud. Esto a diferencia de lo que la jurisprudencia a calificado como un “incidente fronterizo”, el cual no habilitaría el uso de la fuerza por entenderse que puede ser solucionado con métodos de resolución no armados.


Soldados israelíes en el Sinaí, 1967.

En las últimas décadas se ha visto la ampliación de facto de este instituto, sobre todo por parte de potencias militares para justificar la utilización de la fuerza sin que se cumplan algunos -o todos- los requisitos ampliamente aceptados que ya hemos definido. Esto se trata de la “legítima defensa preventiva”.

Este concepto busca brindar justificación a un actuar meramente preventivo, es decir, antes de que se realice el “ataque armado” del que nos habla el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas. Visto de esta forma es dable preguntarse cómo podría estar esta acción dentro de los parámetros de legalidad si omite en toda regla la condición sine qua non de la legítima defensa que es, justamente, el “ataque armado”.

Algunos autores buscan salvar ese pequeño -gran- detalle haciendo una especie de analogía con el derecho penal. Así entienden que el ataque está compuesto también por todos aquellos actos preparatorios anteriores a su consumación, postura seguida por el jurista español Remiro Brotons.

A pesar de esto los Estados fueron reacios a justificar su actuar mediante esta herramienta y, por el contrario, utilizaron otras “excusas” para explicarlo. Este es el caso de Israel en su ataque a Egipto en 1967. En ese momento, el gobierno israelí justificó el ataque basado en que interpretaban que la movilización fronteriza de tropas egipcias y el cierre del Estrecho de Tirán constituían un ataque previo.

No fue sino hasta la aparición de la “Doctrina Bush” que los Estados comenzaron a utilizar dicha figura para contextualizar su actuar. Esta doctrina, instaurada luego de los ataques del 11 de septiembre de 2001, entendía en un principio que los Estados Unidos tenían derecho a atacar a aquellos países que considerara patrocinadores del terrorismo o que en algún sentido encubriera a los responsables de los ataques.

Luego se extendió el concepto hacia el derecho del país norteamericano a deponer a aquellos gobiernos que de un modo u otro pudieran atentar contra Estados Unidos o el “mundo civilizado”. De este modo se lo utilizó como justificación para la Invasión de Irak en el 2003 en búsqueda de armas de destrucción masiva.

Como vemos, las delimitaciones no están claras del todo. Autores como el israelí Yorn Dinstein plantean otro tipo de defensa, la “interceptiva”. Así, la preventiva sería contra ataques “previsibles o simplemente concebibles”, y la interceptiva se daría frente a un ataque “inminente y prácticamente inevitable”. Entiende, el reconocido jurista, que solo esta última sería “legítima”.

Otros autores, entre los que se encuentra Theodore Christakis, se manifiestan en contra de los conceptos anteriormente esbozados y buscan la solución en otro instituto propio del derecho penal, el “estado de necesidad”.


El Estatuto de Roma, documento fundacional de la Corte Penal Internacional, tipifica los delitos de; genocidio, lesa humanidad, crímenes de guerra y agresión.

Nos queda por último hablar de la “agresión internacional” y su relación con lo que ya explicado. Este delito no fue inicialmente tipificado por el Estatuto de Roma, el cual sí tipificaba los crímenes de lesa humanidad, el genocidio y los crímenes de guerra.  Se tuvo que esperar a que en el año 2010 se enmendara el Estatuto de Roma y se añadiera el “delito de agresión” para que quedara amparado en la legislación de la Corte Internacional de Justicia.

«Una persona comete un “crimen de agresión” cuando, estando en condiciones de controlar o dirigir efectivamente la acción política o militar de un Estado, dicha persona planifica, prepara, inicia o realiza un acto de agresión que por sus características, gravedad y escala constituya una violación manifiesta de la Carta de las Naciones Unidas.»

Artículo 8 bis, Estatuto de Roma

Del mismo modo, se establece que el “acto de agresión” es aquel que se ejerce contra la integridad territorial, la soberanía o la independencia de un estado o, en general, que atente contra los principios establecidos en la Carta de las Naciones Unidas. Así se plantean una serie de actos que constituyen o pueden constituir este delito. Entre ellos están la invasión de un Estado por otro, el bombardeo, el bloqueo de costas o puertos, el ataque mediante las fuerzas armadas de un estado a las de otro o a su población civil, entre otros.

Si bien todos estos conceptos son de importancia manifiesta y deben ser tenidos en cuenta como objeto de investigación, el que nos importa es el último. El «acto de agresión» podría ser considerado contrario al artículo 51 de la Carta y debe distinguirse de la legítima defensa. La legítima defensa no podría ser nunca reputada de “crimen”, o al menos no desde este cuerpo normativo.

El problema viene dado en relación a los demás conceptos ya mencionados, como lo son los de legítima defensa preventiva o el exceso en la defensa por falta de proporcionalidad. En estos casos se entra en un vacío de la legislación donde no se encuentran fundamentos para refutar una u otra postura.


Hamás, considerado por gran parte de la comunidad internacional como grupo terrorista, nos pone en una disyuntiva. Si no son considerados sujetos de Derecho Internacional ¿puede Israel ampararse en las reglas globales?

En el caso de los ataques realizados en los últimos días por el gobierno israelí, habrá que esperar ver su intensidad y permanencia temporal. Los asesores jurídicos y militares del gobierno podrían entender que el “borrar a Gaza del mapa” – como se ha dejado entrever- constituye un acto de defensa preventiva que tiene como objetivo eliminar una amenaza latente para Israel como lo es Hamás. Pero el exceso de la respuesta puede conllevar a un caso de «limpieza étnica», lo que constituye un crimen contra la humanidad.

La muerte de civiles en ambos lados de la frontera, derivará en un necesario debate jurídico sobre los límites a los derechos de defensa de los estados y sobre la situación del Derecho Internacional Humanitario en regiones donde el terrorismo se mezcla y escabulle entre la población civil, en principio ajena a los conflictos.


Francisco Sánchez Giachini (Argentina): Estudiante de Abogacía, Universidad de Mendoza. Columnista y Podcaster en Diplomacia Activa.

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