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Oppenheimer y la física atómica: una fórmula letal

Por Valentina Terranova

En la «ciudad» de Los Álamos se disputaba allá por 1943 una pelea secreta, escondida tras los umbrales de la batalla más visible: la lucha contra el nazismo. Científicos, científicas, fuerzas armadas y funcionarios norteamericanos recorrían los mismos pasillos con el mismo nerviosísimo y con un mismo objetivo. Sin embargo, sus motivaciones eran diferentes.

Ilustración | Mauricio Rodríguez

Una vez alcanzado el magnífico logro matemático y físico de la bomba atómica, fue la ambición de una nación la que decidió activar el prototipo nuclear que cambió la historia humana para siempre. Sucedía una contienda inexorable entre la natural ambición de la ciencia y la necesidad de una derrota alemana en medio de la Segunda Guerra Mundial. Por un lado, el desafiar las leyes conocidas y revolucionar la ciencia dejando una huella en la historia.  Por el otro, una contienda que posicionó a Estados Unidos como el país heroico que podía “salvar al mundo”.

Tras la noticia sobre el posible desarrollo científico alemán de conseguir la bomba y así el eventual triunfo del régimen nazi, el gobierno de los Estados Unidos fue acorralado por la prisa de crear un dispositivo de tal magnitud que ponga fin a la devastadora guerra.

Para ese momento de altísima tensión entre el Eje y los Aliados, ya se destacaba en el mundo académico la brillante y vanguardista figura del físico J. Robert Oppenheimer.

Como bien relata el film de Cristopher Nolan, que ya recaudó nada más ni nada menos que 552,9 millones de USD, aquel profesor indagaba y estudiaba física cuántica -e incluso llegó a fundar la escuela estadounidense de física teórica- cuando esta era una disciplina incomprendida y subestimada.

Interpretado magistralmente por el actor inglés Cillian Murphy, la película cuenta con un elenco y actuaciones de primer nivel que retratan de una forma excepcional la lucha contra el tiempo, contra los poderes y también contra los demonios que atormentaron a Oppenheimer con posterioridad. El irlandés está incluso en la mira de la estatuilla dorada, ya que puede haber interpretado el papel más emblemático de su vida profesional.


«Ahora me he convertido en la Muerte, la destructora de mundos» reza el texto sagrado hindú Bhagavad Gita, frase que retrata a la perfección la visión que tenía Oppenheimer sobre sí mismo y sobre su hijo, la bomba atómica.

Su nombre brillaba con una intensidad inquietante cuando la sombra del conflicto global lo llevó a una encrucijada ética y científica. Cuando Oppenheimer fue nombrado director del Proyecto Manhattan, un esfuerzo ultrasecreto para desarrollar la primera bomba atómica, su vida y legado se vieron destinados a una complejidad que va más allá de sus logros en el ámbito científico.

La puesta en marcha de una bomba atómica fue un reto a todas las reglas matemáticas y físicas conocidas hasta ese momento. La revolución vertiginosa que se vivía entre los hombres de la ciencia era prácticamente inédita y se podía sentir como una sombra durante la investigación en Nuevo México.

La hazaña científica perdió así poco a poco el foco del proyecto. Entre los apasionados por los números detener la guerra era un honor inmensurable, pero lo que los desvelaba en su mayoría era cambiar la historia de la ciencia. Se trata de un hito que solo pueden percibir quienes se hallan dentro del círculo intelectual.

El pedido del gobierno norteamericano significó un desafío que movilizó y empecinó no solo a J. Robert Oppenheimer sino a cientos de científicos, físicos, matemáticos e ingenieros. Lo cierto es que poner fin a la guerra sonaba heroico, pero una vez emprendido el largo camino para desarrollar la bomba, el sentimiento de romper las leyes de la física y ser recordado como un genio de las ciencias para el resto del mundo provocaron tal vez una pérdida de foco del objetivo final y letal de tal invención.

“El padre de la bomba atómica”, así resuena en el mundo la figura del Profesor, generando un interés general por las ciencias duras pocas veces visto a causa del estreno del rodaje de Nolan. Las narraciones sobre el funcionamiento de los átomos y el mundo por conocer de la física cuántica generan gran curiosidad y deslumbramiento en el espectador. Como una analogía con los investigadores, las imágenes y efectos especiales ingresan por los ojos y oídos distrayéndonos por algunas horas del impacto mortífero de una bomba atómica. Así sucede con lo apasionante, no puede ponerse en palabras, no puede medirse ni racionalizarse.


Los Álamos se convirtió, al menos durante algunos años, en una de las concentraciones científicas e intelectuales más importantes de la época.

Lo cierto es que, una vez creada la obra, la misma ya pertenece a la humanidad. Los ataques de Hiroshima y Nagasaki fueron consecuencia de múltiples avances a lo largo de la historia. Y aunque la bomba nuclear fue un inventó descomunalmente peligroso, tras su creación ya no pertenece más a los hombres y mujeres de la ciencia.

Son quienes se hallan en posición de poder militar quienes deciden activarla. “El hombre es el lobo del hombre” afirmaba Thomas Hobbes. El humano no tiene en la tierra ningún enemigo más peligroso que el mismo. Los descubrimientos en los campos de la ciencia no pueden detenerse, sino dirigirse al bien.

La demostración de poder y carácter por parte de EEUU y su recelo de no renunciar al invento terminó por ser un hecho atroz lamentable y sin sentido en el conflicto mundial. Fueron entonces dos las ambiciones que se encontraron en una formula letal. La de la ciencia y la del poder de una nación. Según la historia, tras el avistamiento de la primera bola de fuego en forma de hongo, detonada el 16 de julio de 1945 en la Prueba Trinity en Nuevo México, Oppenheimer declararía que le vinieron a la mente las palabras de Bhagavad Gita, un poema épico hindú: “Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”.

En este sentido la película cuenta con una escena clave. Tras el lanzamiento de los dispositivos nucleares en Japón el 6 y 9 de agosto de 1945 y la consiguiente catástrofe humanitaria y de seguridad, Oppenheimer se reúne con el presidente de los Estados Unidos, Harry Truman. Con nerviosismo plantea la importancia de una regulación internacional en materia de energía atómica, un intento por tener algo de influencia en aquel invento que le costó su carrera y que parecía volar lejos de sus manos, donde él nada puede controlar.

Sin embargo, al manifestar «mis manos están manchadas de sangre» y confesar el infierno que atravesaba tras las consecuencias de Hiroshima y Nagasaki, el presidente de los Estados Unidos es tajante y pronuncia unas palabras que en aquel momento podían llegar a ponerse en duda, pero que hoy podemos confirmar: “quien lanzó la bomba es lo que importa, yo lo hice”. No fue hasta el estreno de la película que se le dio relevancia a Oppenheimer de manera masiva y popular. La profecía de Truman se cumplió.


Los ataques del 6 y 9 de agosto de 1945 terminaron por doblegar la moral japonesa y días más tarde el emperador Hirohito firmaba la rendición incondicional de Japón en un portaaviones estadounidense. El mundo no volvió a ser el mismo.

El final de la guerra no marcó el final de sus adversidades. A medida que la Guerra Fría comenzaba a cernirse sobre el mundo, Oppenheimer fue arrastrado por la red de la política y la paranoia anticomunista de la época. Sus posibles simpatías izquierdistas lo llevaron a ser investigado por el gobierno de Estados Unidos y, finalmente, a la revocación de su autorización de seguridad en energía atómica. Fueron muchos años después cuando el profesor recibió reconocimiento y agradecimiento por su trabajo como científico e inventor al servicio del país norteamericano.

La película de Cristopher Nolan es además de un entramado perfecto y multisensorial, una pieza con profundas reflexiones y análisis sobre el funcionamiento político de Estados Unidos en su demostración de poder para posicionarse en el mundo que marca la historia del país. La temática rebosa de actualidad en un momento de altísima tensión mundial donde Rusia no se priva de amenazar con destruir la paz a través de armamento nuclear. Rememorar lo vivido en Japón demuestra los límites que traspasan este tipo de amenazas y sugiere la determinación con la que deben sancionarse estas afirmaciones. Una vez más, el cine hace de crítica, historia, documento e incluso estudio y análisis político de la realidad.


Valentina Terranova (Argentina): Licenciada en Comunicación Social en la Universidad Juan Agustín Maza. Coordinadora de Redacción de Diplomacia Activa.

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