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Siria: votar entre ruinas

Por Santiago Leiva

Entre ruinas y exclusiones, Siria celebra sus primeras elecciones parlamentarias tras la caída de Bashar al-Assad. Más que un avance democrático pleno, el proceso refleja una transición frágil, con instituciones en construcción y un país aún marcado por la guerra civil.

Siria ha vuelto a las urnas esta semana, entre el 15 y el 20 de septiembre. En un país donde, durante más de una década, la libertad política fue solo un concepto abstracto y el ejercicio de la democracia, un recuerdo lejano. Se desarrollan las primeras elecciones parlamentarias desde la caída del dictador Bashar al-Assad, con una nueva constitución interina, un presidente de transición, regiones aún atravesadas por el conflicto y una nación entera que busca establecer algo parecido a un futuro democrático, el proceso electoral se presenta tan simbólico como incierto.

Por otro lado, las imágenes no son siempre las mismas dependiendo de la ubicación geográfica. Quizás en Damasco se puedan presenciar filas organizadas frente a centros de votación, banderas de la nueva República Árabe Siria ondeando junto a retratos del presidente Ahmed Al-Sharaa; mientras que en Alepo, la vigilancia es más visible que la participación. En Raqqa o Hasaka —regiones donde predominan minorías como la drusa— directamente no hay elecciones: la exclusión administrativa por parte del nuevo gobierno es total. La Siria que acude a las urnas no es indivisible, y lo hace bajo una constitución que todavía no tiene la legitimidad del voto popular y con un gobierno que promete orden, pero no puede garantizar representación para toda la población.

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Estas elecciones, por ende, no son el cierre del conflicto que lleva más de dos décadas. Son, más bien, un nuevo capítulo en la disputa por el relato. El establecimiento de una república no implica necesariamente un nuevo orden: puede ser, incluso, la escenografía de una continuidad con otro rostro. Por eso, en las calles sirias, entre la propaganda y el silencio, aún no queda claro si lo que se vota es poder o esperanza.

¿Cómo llegó Siria hasta acá?

Desde la caída de Bashar al-Assad en diciembre de 2024, Siria se ha encontrado en un intermitente proceso de transición hacia un destino tan necesario como incierto. Tras catorce años de guerra civil, bien podría considerarse a la República Árabe Siria como un Estado fallido, fracturado entre milicias, ocupaciones extranjeras y un intento de reconciliación posterior a la disolución de la Asamblea del Pueblo, el parlamento de al-Assad.

La nueva Constitución interina, ratificada por el presidente al-Sharaa inauguró un marco legal para la creación de un Parlamento provisional. A diferencia de una democracia directa, el nuevo Comité Supremo Electoral estableció un sistema basado en colegios electorales, donde dos tercios de los 210 escaños serían asignados por elección indirecta; es decir, se votan representantes que, a su vez, eligen a los miembros del Parlamento. Mientras tanto, el tercio restante es designado directamente por el presidente al-Sharaa.

«Oh pueblo de Siria Libre, construir la patria es responsabilidad de todos nosotros, y este es un llamado a todos los sirios a participar en la construcción de una nueva patria, en la que haya gobierno a través de la justicia y la consulta».

Ahmad al-Sharaa, presidente interino de Siria.

Lo que Siria construye no es aún una democracia, sino un esqueleto institucional que busca garantizar, al menos por ahora, cierta estabilidad en un país que lleva más de una década en ruinas. Lo único que se sabe con certeza es que, tras una guerra, lo primero que vuelve no es esencialmente la paz, sino el orden. Se puede observar, entonces, que la arquitectura electoral siria no fue construida para el pluralismo ni para la promoción del ejercicio democrático, sino para la contención y la estabilización de un nuevo orden nacional. Más allá de ser presentada como una etapa fundacional para una nueva Siria, su alcance representativo se encuentra claramente limitado: ya sea por la injerencia del poder ejecutivo en la selección de un tercio del nuevo parlamento, o por la suspensión del sufragio en varias regiones.

Asimismo, la elección se celebra en un mapa incompleto. En el caso del noreste, predominantemente kurdo, el nuevo gobierno argumentó que los comicios debían posponerse por “falta de condiciones seguras”. En el sur, de mayoría drusa, y en los Altos del Golán —ocupados por fuerzas israelíes—, recientes episodios de violencia dejaron a comunidades enteras sin voz en esta supuesta refundación nacional.

En realidad, tanto la sociedad civil siria como buena parte de la diáspora en el exilio cuestionan la legitimidad de esta elección, presentada como parcial, indirecta, administrada sin observadores internacionales plenos e interferida por un poder ejecutivo de facto. Bajo estos parámetros, la llamada “restauración institucional” no es más que una elección sin oposición estructurada, con baja participación real y con un aparato estatal que decide a quién incluir, y a quién no. El escenario de este nuevo Parlamento sirio, entonces, nace con fracturas visibles: geográficas, étnicas y políticas. Fracturas que no solo condicionan el proceso, sino que marcan, desde el primer día, los límites de su representatividad.


La Figura de Ahmed al-Sharaa y el rediseño del Estado.

En todo “renacimiento” de una nación hay nombres que se destacan frente a otros. En este caso, no se trata de al-Assad, sino de su sucesor victorioso en la guerra civil: Ahmed al-Sharaa. Conocido hasta hace unos años como Abu Mohammad al-Golani, marcó su ascenso a la presidencia siria con una visión pragmática: la unificación de los pueblos sirios. Para algunos, representa la reconciliación entre antiguos enemigos; para otros, es una mutación tácita del poder armado en poder institucional.

Habiendo sido exjefe del grupo insurgente Hayat Tahrir al-Sham (HTS) y figura central del ala más organizada de la oposición armada, al-Sharaa buscó construir una narrativa de legitimidad en torno a su figura como líder político antes que como figura yihadista. Su designación como presidente de transición, en diciembre de 2024, se justificó bajo la premisa de que era el único actor con suficiente estructura territorial, apoyo armado y capital político como para contener el vacío dejado por al-Assad.

Hoy, al-Sharaa es la figura que ocupa el 100% del espacio mediático, sin ser él mismo candidato. Su poder de nominación directa sobre un tercio del nuevo Parlamento y su influencia sobre el aparato electoral reflejan que, aunque formalmente se hable de transición, la realidad no muestra un verdadero intento de reemplazar el anterior orden nacional. Internacionalmente, la historia es distinta: su figura divide. Para Washington D.C., puede llegar a ser útil como nuevo aliado en Oriente Medio. Para Ankara, representa un socio circunstancial frente a la amenaza kurda. Para Moscú y Teherán, resulta un peón ajeno en un tablero que ya no dominan. Tanto en la política doméstica como en el escenario global, al-Sharaa no necesita ser aceptado por todos; le basta con ser necesario para que la “transición” funcione.

Retomando las cuestiones internas, el rediseño estatal del Parlamento sirio nace de la mera necesidad de contar con un órgano nacional con capacidad legislativa que pueda operar tras el colapso definitivo del régimen anterior. Pero la pregunta en torno a estas elecciones no es cómo estará compuesto este Parlamento, sino para qué servirá. En principio, se le asignaron competencias propias de un “poder legislativo”: elaborar leyes, revisar decretos, aprobar presupuestos, entre otras. Sin embargo, la injerencia del poder Ejecutivo revela un órgano completamente vigilado, interdependiente de la aprobación —o el veto— del presidente en transición. Más aún, el poder Judicial continúa en manos del presidente al-Sharaa, y el control territorial necesario para implementar cualquier política sigue siendo volátil.

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El futuro, aunque incierto, no impide pensar que Siria pueda convertirse en una república con los atributos que eso implica. Pero hablar de representación y división de poderes aún es prematuro. Lo que existe, por ahora, es una institucionalidad funcional, destinada a proyectar estabilidad. Una vitrina que refleja un futuro todavía en construcción: una nación que necesita forjarse a fuego lento, mientras se consolidan los mecanismos básicos del pluralismo.

Los observadores externos pueden ver en estas elecciones una tentativa de construir una institucionalidad política: una fachada de un sistema que podrá debatirse con más profundidad en el tiempo. El Parlamento tal vez no respete los ideales de la pluralidad o la democracia liberal, pero sí puede marcar el ritmo del poder en transición. Más allá de las complejidades, en un país que ha estado privado del poder popular durante décadas, el simple hecho de que exista un ente que lo administre y lo unifique ya es, para muchos, una forma de empezar.


Heridas abiertas y el futuro de Siria.

Las heridas de la guerra civil no han cicatrizado, y la nación que estas elecciones dicen representar aún se encuentra subdividida por intereses territoriales, económicos y redes de clientelismo en regiones en proceso de reconstrucción. Las urnas comienzan a aparecer en algunas provincias, pero no en todas. La puesta en escena de Ahmed al-Sharaa confirma que la transición siria no se está construyendo sobre consensos, sino mediante exclusiones administradas. Y mientras la comunidad internacional debate entre el reconocimiento estratégico o el escepticismo prudente, la política siria vuelve a moverse pero no todos los actores pueden actuar.

Pese a ello, negar la relevancia del momento sería injusto. No solo para quienes, desde fuera, buscan promover la participación ciudadana, sino también para los propios sirios que, después de años de parálisis política, vuelven a presenciar el más mínimo funcionamiento de una institucionalidad. La sola existencia de un marco electoral —por limitado que sea— marca un giro en la dirección correcta. La negociación del traspaso de poder hacia una estructura institucional que, al menos, intente mostrar esperanza ya representa un cambio de lógica significativo.

El futuro de Siria no se juega solo en las bancas de su nuevo Parlamento. Se juega en las calles que aún esperan voz, en las regiones donde el voto fue pospuesto, en los actores que no fueron invitados a sentarse. El futuro de Siria no se juega solo en las bancas de su nuevo Parlamento, ni puede reducirse al acto formal de abrir sesiones o aprobar leyes. Se juega, sobre todo, en las calles que aún esperan voz y reconocimiento, en las regiones donde el voto fue pospuesto bajo la sombra de la guerra o el exilio, en los actores políticos, sociales y comunitarios que no fueron invitados a sentarse en la mesa de las decisiones. 

El verdadero desafío no es únicamente gobernar lo que está presente y tangible, sino atreverse a integrar lo que todavía falta, lo que se mantiene disperso, silenciado o desplazado. Porque ninguna constitución escrita entre sobrevivientes está completa mientras no logre interpelar también a los que aún dudan si volver, a quienes permanecen en campos de refugiados, a los que cargan con memorias de violencia que no encuentran todavía un lugar donde ser escuchadas. El porvenir del país dependerá de si el proyecto político que se construya es capaz de trascender la representación formal y abrirse a una narrativa inclusiva, en la que el retorno, la reconciliación y la reconstrucción no sean consignas, sino compromisos efectivos con la pluralidad y la dignidad de todos sus ciudadanos.

Y tal vez, como ocurre en muchas transiciones, puede que el país no esté listo para una democracia plena, pero puede estar listo para empezar a imaginarla y eso, en Siria, después de tanto, es hasta ya es decir mucho.

Santiago Leiva (Argentina): Estudiante de Gobierno y Relaciones Internacionales, Universidad Argentina de la Empresa, y columnista de Diplomacia Activa.

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